jueves, 20 de agosto de 2020

HUMANA COMMUNITAS. Vieja respuesta para una nueva situación.


 

La Pontificia Academia para la Vida, publicó el 22 de julio de 2020 - día de Santa María Magdalena - el documento Humana Communitas (Comunidad Humana) dedicado a analizar las consecuencias de la Pandemia Covid19 y ofrecer una posición.

El documento parte de un planteamiento bastante evidente, pero no por ello carente de razón: esta pandemia es sin duda alguna una crisis global. Todos estamos de acuerdo en ello. Ha sido una globalización de la contingencia (con-tingere) y valdría la pena detenernos y reflexionar un poco sobre esta palabra. Al hablar de contingencia hacemos referencia a la posibilidad de que algo suceda - o no suceda - y por ello actuamos en consecuencia. Pero al mismo tiempo, la contingencia supone en su etimología (cum-tangere) la posibilidad de contagio, aquello transmisible por contacto directo o indirecto con otros.

Sobre estas dos ideas se desarrolla el documento pontificio, contagio y contingencia.

Evitar el contagio ha sido la premisa, de allí el distanciamiento, el aislamiento, la cuarentena. Nos redescubrimos frágiles y vulnerables. Cualquiera puede enfermar y además cualquiera puede contagiar. Las soluciones iniciales resultaron duras, el confinamiento de los enfermos, la soledad de los ancianos, el encierro de los niños, el cese de la actividad normal.

Pero ¿cuánto se puede vivir así? El ser humano es en esencia y por naturaleza un ser social, vivimos en sociedad, somos una comunidad humana (humana communitas), y necesariamente eso implica la interacción entre las personas. La soledad monádica, la vida sin los demás, es una imposible ficción y eso lo demostró esta pandemia. Ciertamente nos contagiamos por los otros, pero sin los otros no podemos salvarnos, y así se abre paso entre nosotros la Ética del riesgo que no es otra cosa que la ética de la vida, donde el otro cobra un significado tremendamente igual a mí, porque me define y me increpa.

Surge entonces la contingencia, es decir, cómo enfrentar los efectos pandémicos. La humanidad reaccionó inicialmente con miedo y el miedo es siempre un muy mal consejero. Pero pronto supimos darnos cuenta del error y entender la necesaria importancia de la solidaridad.

La solidaridad entendida, no como aquel lejano compromiso genérico con el que sufre, sino como un llamado concreto a la acción. Esto se refiere primero (y dada la situación) al acceso universal a oportunidades de prevención, diagnóstico y tratamiento; y al mismo tiempo a la investigación científica responsable que consiga las causas y la cura de esta pandemia.

Pero también la solidaridad es hoy, de nuevo, el clamor de esa deuda que sigue pendiente, un abismo que en esta coyuntura se hace más grande: la responsabilidad de los países ricos con los países pobres.

Por último, el documento pontificio vuelve a destacar la conveniencia e importancia de una organización internacional de alcance mundial que incluya específicamente las necesidades y preocupaciones de los países menos adelantados que se enfrentan a una catástrofe sin precedentes.

HUMANA COMMUNITAS - como vemos - no hace planteamientos nuevos, básicamente porque no hacen falta. El documento concluye dejando en claro que la base de toda comunidad humana es la confianza. La confianza es la base de la FE (fides). Ante la resignación de sufrir pasivamente los acontecimientos o la nostalgia de un retorno al pasado, nos hace un llamado a que mantengamos una actitud de ESPERANZA que permita un futuro mejor para todos y cada uno. Y termina invitándonos a que todos seamos solidarios, definiendo la solidaridad como la base de la ética social. La solidaridad así entendida no es otra cosa que el Amor (Caritas).

Fe, Esperanza y Caridad son las virtudes teologales o hábitos que Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad del hombre para ordenar sus acciones a Dios mismo.

El planteamiento del documento, es pues, una vieja – pero muy buena – respuesta para una nueva situación.


*artículo publicado en la Revista SIC y en la Revista AURORA, en agosto de 2020.

sábado, 30 de mayo de 2020

Una respuesta virtuosa a la pretensión autoritaria


Cuando Sócrates le pregunta a Laques, aquel famoso y destacado general ateniense, sobre el concepto de valentía este responde con total convicción: “En verdad, Sócrates, me preguntas una cosa que no ofrece dificultad. El hombre que guarda su puesto en una batalla, que no huye, que rechaza al enemigo; he aquí un hombre valiente”.

Ante esa respuesta tan estrictamente bélica, Sócrates replantea su pregunta:

He aquí por qué te decía antes que había sido yo causa de que no hubieses respondido bien, porque yo te había interrogado mal, puesto que quería saber de ti lo que es un hombre valiente, no sólo en la infantería, sino también en la caballería y demás especies de armas; y no sólo un hombre valiente en todo lo relativo a la guerra, sino también en los peligros de la mar, en las enfermedades, en la pobreza y en el manejo de los negocios públicos; y lo mismo un hombre valiente en medio de los disgustos, las tristezas, los temores, los deseos y los placeres; un hombre valiente, que sepa combatir sus pasiones, sea resistiéndolas a pie firme, sea huyendo de ellas, porque el valor, Laques, se extiende a todas estas cosas.

Ciertamente la valentía para Sócrates trasciende y va más allá de la pura actitud temeraria y aguerrida en el combate. Es igualmente valiente aquel hombre que muestra su valor contra los placeres, contra las tristezas, contra los deseos, contra los temores.

Entendida así la valentía, nos colocamos en presencia de una de las cuatro virtudes cardinales: la fortaleza. Las virtudes cardinales no son habilidades o buenas costumbres, sino que son los pilares sobre los cuales se yergue toda la vida moral del ser humano.

La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa.

Pero frente a este concepto tan preciso, hermoso y lleno de verdad sobre la valentía y la fortaleza, el filósofo español José Antonio Marina, en su Anatomía del miedo, un tratado sobre la valentía, nos plantea la pregunta fundamental, real, humana, cotidiana y desafiante: ¿Podemos comportarnos valerosamente, aunque estemos zarandeados por el miedo? ¿Somos en realidad capaces de superarnos? ¿Se puede aprender el valor?

Marina en su libro realiza una profunda descripción del hombre frente al miedo. Pasando por los diversos miedos, desde los normales hasta los patológicos, nos presenta un tratado psicológico-filosófico sobre el miedo. Y su evidente conclusión es que el miedo nos paraliza. La angustia, la ansiedad, el pánico, el temor, revelan nuestra vulnerabilidad. Y el poder del miedo no solo afecta a los individuos, sino también a las sociedades.

Las personas al igual que las sociedades, al paralizarse y dejar de actuar, entran en crisis. Jared Diamond en su libro Crisis compara las crisis que las personas atraviesan en sus vidas con las crisis que los países atraviesan en su historia. Establece un paralelismo entre los factores que según los expertos inciden en la superación de una crisis personal y los lleva al plano de la superación de las crisis en los países. Esto supone las siguientes acciones y resoluciones: reconocer que estamos ante una crisis (tanto en lo personal como en lo nacional), así como nuestras responsabilidades personales en la acción, y por supuesto la responsabilidad nacional. Definir cuáles son los problemas a los que hay que dar solución. Aceptar y obtener la necesaria ayuda material y emocional de otros individuos y grupos. Adoptar las referencias y experiencias (bien de personas como de países) que nos sirvan de modelo de resolución de problemas. Fortalecer nuestra identidad, lo que somos, lo que creemos, nuestros valores. Es más que necesaria la autoevaluación honesta, ya lo decía el mismo San Ignacio de Loyola, puede faltar la oración, pero no puede faltar el examen. Revisar y entender lo sucedido en experiencias anteriores. Debemos además ser flexibles y pacientes con nuestros procesos y nuestros fracasos.

Como podemos evidenciar, las relaciones persona/sociedad poseen profundas implicaciones y conexiones que se entrelazan, sin duda para lo bueno, pero también para lo malo. Es decir, tanto en lo personal como en lo nacional se cae en profundas crisis y en ambos casos se debe tener la valentía –volvemos a la fortaleza como virtud– suficiente como para reconocer qué es lo que deben cambiar para hacer frente a la nueva situación, y poder así salir de las crisis.

La historia del siglo XX mostró, con suficientes y sólidos testimonios, cuán dramáticas resultaron las aberradas aventuras totalitarias. Tanto el fascismo como el comunismo en su disparatado afán de controlarlo todo, partieron de la premisa de que todo (tanto la persona como la sociedad) es objeto de dominación política. Es una anulación total de todo lo que esté fuera de la ideología legitimadora imperante. La misma historia del siglo XX nos mostró también la suerte que corrieron aquellas aventuras totalitarias: el fracaso.

Sin embargo, persisten hoy en día regímenes que pretenden ya no imponer dominaciones totales, porque saben que fracasarán indefectiblemente, sino aplicar fórmulas de control autoritario.

La ciencia política diferencia ambos conceptos. Para Hannah Arendt, lo determinante de un régimen totalitario es la dominación total como la única forma de gobierno y en el cual no es posible la coexistencia4. Mientras que un régimen autoritario, según J.J. Linz, es aquel sistema político con un pluralismo político limitado y no responsable, sin una ideología elaborada, sin una movilización política intensiva o vasta; y en los que un jefe (o pequeño grupo) ejerce el poder dentro de los límites que formalmente están mal definidos pero que de hecho son fácilmente previsibles.

Si bien la diferencia en el concepto pudiese resultar sutil, no hay ninguna duda en cuanto al efecto de ambos regímenes en la gente: la opresión.

Desde los inicios de la humanidad, los poderosos –quienes ejercen el poder– han sabido que la opresión produce el miedo, y el miedo como enseñaba Maquiavelo es siempre más aconsejable para los príncipes porque los hombres aman según su voluntad, y temen según la voluntad del príncipe.

El miedo, apunta José Antonio Marina, es una emoción individual pero contagiosa, o sea, social. Y como vimos arriba, una sociedad paralizada es una sociedad en crisis. De allí que si la pretensión autoritaria se impone en un país y la gente sucumbe al miedo como mecanismo de control, estemos en presencia de un país en crisis.

Y entonces ¿qué podemos hacer ante el miedo? ¿Cuál es la actitud que la sociedad debe tomar ante esta conducta viciosa?

En su libro Jesús aproximación histórica, José A. Pagola al señalar la razón de por qué en la época de Jesús había tantos casos de posesiones, poseídos y endemoniados, nos dice:

Probablemente es más acertado ver en el fenómeno de la posesión una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por personas oprimidas para defenderse de una situación insoportable […] ¿Había alguna relación entre la opresión que ejercía sobre Palestina el Imperio romano y el fenómeno contemporáneo de tantas personas poseídas por el demonio? […] Probablemente a nosotros se nos escapa el terror y la frustración que generaba el Imperio romano sobre gentes absolutamente impotentes para defenderse de su crueldad.

Pero aquella reacción llena de temor y de frustración, no solo era inútil como solución a la opresión del poderoso, sino que además era una conducta viciosa que conducía tanto a la persona en particular como a la sociedad en general, al despeñadero.

Evagrio Póntico, aquel monje del desierto que se dedicó a finales del siglo IV a estudiar los vicios malvados, puso especial atención a un (mal) pensamiento que él definió como la acedia o el demonio meridiano, refiriéndose a ese momento de la vida en el cual a la persona (y podríamos incluir –como ya hemos argumentado arriba– a la sociedad también) le embarga una aversión por el lugar donde se encuentra, por su estado de vida, un completo desaliento hacia todo. Y daba como uno de los remedios ante este desánimo general, mantener la perseverancia de manera activa, permanecer en el camino del bien, de lo bueno.

Volviendo al diálogo inicial de Sócrates con Laques en algún momento el sabio filósofo le dice al general: “el verdadero valor es la paciencia […] puesto que, según nuestros principios, ser paciente es ser valiente”

Así, ante la parálisis que produce un gobierno autoritario, ante la acedia y el desaliento que se apoderan de la gente, la respuesta del país no puede ser el temor y la frustración, básicamente porque no nos llevan a ninguna solución, sino la paciente y perseverante fortaleza como virtud.

El párrafo del editorial de la revista SIC N° 821: 2020: ¿túnel o camino?, nos da claras luces:

Como vivo en la normalidad creo verdadera normalidad: una convivencia con normas humanizadoras introyectadas. Se trata de arrinconar al gobierno, pero sin desafiarlo explícitamente. Si conseguimos crear verdadero orden, el desorden establecido se verá como un adefesio monstruoso y perderá cualquier atisbo de legitimidad. Será percibido por la mayoría como una imposición inhumana y además infecunda. Será despreciado, más que temido.

Hoy lo virtuoso es ser valiente para dentro de este entorno adverso, llevar la vida con normalidad, con dignidad. Tener la fortaleza de mantenernos firmes en la esperanza, de resistir sin resignación, con serena paciencia y no dejarnos arrastrar por el desaliento.

A la tentación de la acedia se le vence con la virtud de la fortaleza, a la pretensión autoritaria se le derrota con la convicción democrática. Es una batalla que se libra en estos dos frentes, en lo personal y en lo social, pero sobre todo es una batalla que tenemos cómo ganarla.






(*) Artículo publicado en la Revista SIC, Marzo 2020.

Notas:

PLATÓN (2013): Centaur Editions.
MARINA, José Antonio (2006): Anatomía del miedo, un tratado sobre la valentía. Anagrama.
DIAMOND, Jared (2019): Cómo reaccionan los países en los momentos decisivos. DEBATE.
ARENDT, Hannah (1998): Los orígenes del totalitarismo. Taurus.
ROMERO, María Teresa y ROMERO, Aníbal (1994): Diccionario de política. Panapo.

PAGOLA, J.A. (2007): Jesús. Aproximación histórica. Editorial PPC.

Tres reflexiones sobre el ejercicio del poder



En alguna oportunidad, por razones de trabajo, tuve que hacerle una entrevista a un joven político. La intención final de la entrevista era construir con la información obtenida su historia personal, su enfoque, su visión y esencia profesional (eso que los asesores y técnicos llaman hoy la narrativa).

La pregunta –más que obvia– salió casi al inicio: ¿por qué estás en política? La respuesta, también fue bastante esperada: porque el país necesita personas que se dediquen a ello y entreguen su vida en esta función.

Volví a preguntarle, esta vez con un tono más enfático: bien, ¿pero además de eso, por qué estás en política? La respuesta nuevamente fue una frase bastante noble, pero a la vez abstracta, despersonalizada, lejana: porque vivimos una crisis tremenda, y ante esta grave situación nos corresponde a todos asumir el reto de sacar al país de esta tragedia.

Ambos hicimos una brevísima pausa y, por tercera vez, le repregunté: De acuerdo, pero ¿por qué tú estás en política? La respuesta que recibí ante mi tercera –y sin duda ya pesada– insistencia me quedó resonando en la cabeza y me ha hecho reflexionar mucho desde entonces: pues no sé… ¿será vanidad?

 El dilema constante: la lógica del gobernante

Aquella respuesta –o más bien pregunta– fue sin duda una reacción genuina y es que esa justamente es la reflexión personal, personalísima, la cual todo aquel que pretende ser político y ejercer el poder debe hacerse: por qué y para qué.

Los Padres del desierto, aquellos hombres que durante los siglos III al VII de la Era cristiana se retiraron a la soledad, la oración, la contemplación, el silencio y la reflexión, para obtener un crecimiento espiritual, definieron e identificaron que en toda persona ocurre una lucha espiritual interna, entre dos clases de pensamientos: los erróneos (logismoi) y los correctos (logoi).

La política y el ejercicio del poder, como toda actividad humana, forman parte y son objeto de esa lucha espiritual entre logoi y logismoi, y ese era precisamente el dilema de nuestro joven político.

Y es que el ejercicio del poder, no solo es un dilema constante, sino sobre todo fundamental en las relaciones humanas, dado que supone esa capacidad de imponer la voluntad, el dominar, de disponer, de ser dueño.

Cuando el Diablo conduce a Jesús a un “monumento muy encumbrado” y le muestra todos los reinos del mundo, la gloria de ellos y se los ofrece, aquella no fue una tentación menor. Lo que concedía Satanás (a cambio de postrarse ante él) no solo se trataba del poder para hacer todo, sino también del poder sobre todos.

Para aquel líder –sea quien sea– que piensa y está convencido de lo que debe hacerse, de qué es lo conveniente, lo que beneficia a todos; la sola posibilidad de hacer posible su proyecto, de suscitar que aquello tan bueno para todos ocurra, y de controlar las conductas para ello, el deseo de tener el poder total se convierte sin duda en una razón grande de tentación.

Pero este logismoi al ser ciertamente una tentación tan tremenda, simplemente conlleva a otros pensamientos erróneos. Partir de ideas erradas, solo nos conduce a conclusiones erradas.

Maquiavelo, por ejemplo, en su tratado póstumo aconsejaba a los príncipes que el gobernante tendría necesariamente que ser duro, actuar con maldad, porque no todo el mundo es bueno. Así las cosas, si el súbdito gobernado no se deja ayudar, bien por rebelde o por incapaz, pues cabrá el uso de la fuerza como legítimo castigo y acaso único medio para lograr el objetivo.

Esto nos lleva a la otra pregunta ¿cuál es el objetivo?, es decir, el poder político para qué.

Nos dice Spinoza:

«El fin del Estado no es dominar a los hombres ni obligarlos mediante el temor a someterse al derecho ajeno, sino, al contrario, liberar a cada uno del temor, a fin de que pueda vivir, en lo posible, en seguridad; es decir, a fin de que pueda gozar del mejor modo posible de su propio natural derecho de vivir y de actuar sin perjuicio para sí y para los demás. El fin del Estado, digo, no es convertir en bestias o en autómatas a seres dotados de razón, sino, por el contrario, hacer que sus mentes y sus cuerpos puedan ejercer sus funciones con seguridad, y ellos puedan servirse de la libre razón y no luchen los unos contra los otros con odio, ira o engaño, ni que tampoco se dejen llevar por sentimientos inicuos. El verdadero fin del Estado es, así pues, la libertad». (Tratado teológico político)

He allí el verdadero objetivo, la razón de ser –o, mejor dicho, de hacer– política: que el hombre, que todos los hombres y mujeres, sean libres ante la pretensión del poderoso (de aquel que detenta el poder) de imponer su voluntad. Y esta libertad implica de manera directa e inseparable otro concepto, la dignidad.

La dignidad de la persona humana, la vida digna, parte de la premisa de que todos los seres humanos somos personas con los mismos derechos y por tanto se valora nuestra presencia y valoramos la presencia de todos en este mundo.

Siendo así que todos tenemos los mismos derechos y el mismo valor, el papel del político como líder, como sujeto que conduce las riendas del Estado y vela por el cumplimiento de los fines de este, se traduce pues en una esencial función: servir.

La respuesta de Jesús al Diablo ante su tentación del poder es tajante y clara: Apártate de ahí Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor Dios tuyo, y a él sólo servirás.

No se trata entonces de servir como slogan, no se trata de un servicio vacío, ausente de sustrato, ni siquiera se trata de un servir voluntarioso, utilitario o pragmático. El antídoto que opone el Evangelio a la tentación del poder es el servicio como adoración a Dios, y eso en el mundo de los hombres significa atender a ese llamado a través de los hombres.

Volviendo a nuestro joven político y su diatriba, ante la pregunta de por qué él, la respuesta la obtendrá luego de entender que se encuentra ante un pensamiento complejo que debe llevar al campo de lo correcto y comprender que el hacer del político, que el ejercicio del poder, para que sea un logoi, debe estar enmarcado dentro de dos ejes fundamentales, la libertad y el servicio.

Si no son estos los motores de su vocación, seguramente estará sucumbiendo al logismoi de asumir la política como vanidad, como perversión, como dominación, y de estos casos están llenos los tomos de la historia de los fracasos de la humanidad.

Libertad, dignidad y servicio: la tarea de los gobernados

El poder como concepto y como acción, nos lleva a una segunda reflexión, pero no enfocada en quien ejerce el poder –en el gobernante– sino en nosotros, el resto de la población –los gobernados– y para ello parto de la pregunta que se hacía David Hume, “¿por qué tantos se someten a tan pocos?”.

Así como el gobernante para tener un logoi –o pensamiento correcto– sobre la idea del poder, debe concebir este como un camino a la libertad (y al servicio), el ciudadano debe concebir igualmente el logoi de ser gobernado como la forma de ser libre (y servir), nunca como la idea errónea de ser ni sentirse un sometido.

El mismo Maquiavelo, el cuestionado asesor de príncipes que, como vimos arriba les sugería a los gobernantes actuar con maldad, sentenciaba refiriéndose a su misma obra: “yo he enseñado a los príncipes a ser tiranos, pero también he enseñado al pueblo a destronar a los tiranos”.

La libertad, la verdadera libertad, ocurre en ese instante, ese momento, en el cual tomamos conciencia de nuestra cualidad de persona y nos constituimos en sujetos virtuosos, responsables, solidarios, libres y dignos.

No se trata de derrocar tiranos porque el tirano no nos funciona, o lo hace mal, o porque nos hartamos. Allí no estriba el problema del asunto. El verdadero tema está en cómo realmente nos constituimos en sujetos, es decir, aunque en efecto los seres humanos somos seres sociales por naturaleza y necesitamos de los otros para vivir y poder ser, al mismo tiempo cada persona requiere mantener su individualidad tanto en el ser como en el obrar y así poder decidir qué hace, qué no hace y por qué hace o no hace lo que decide.

“Una comunidad de individuos sin entendimiento ni voluntad, como la que se da en muchas especies animales, no constituye una sociedad. Persiguen un bien común, pero no lo conocen ni lo quieren libremente, sino por instinto”1.

Si el hombre o la mujer, si la persona, no es capaz de entenderse como persona, de reconocerse como ser digno, libre, si no reflexiona y no se asume conscientemente como sujeto (capaz de realizar la acción), pues simplemente a la vuelta de un corto tiempo volverán los tiranos y sus tiranías.

La idea errada –el logismoi– sobre el poder, claro que se encuentra en quien somete, pero sin duda (y, sobre todo) radica en los sometidos.

La doble función del sujeto: ordenar y ejecutar

Por último, una tercera reflexión sobre el poder: las órdenes. Nos resulta pertinente recordar a aquel rey solitario que El Principito conoce en sus viajes por los asteroides. Un rey vestido de púrpura y armiño que sentado en su trono al ver por primera vez al jovencito, inmediatamente reconoce a un súbdito.

Saint-Exupery lo describe como un “rey que aspiraba por encima de todo a que su autoridad fuese respetada. No toleraba la desobediencia. Era un monarca absoluto. Pero como era muy bueno, daba órdenes razonables”. Pero en realidad, las órdenes razonables del rey no eran órdenes ni tampoco eran razonables. Ordenar que amanezca o que anochezca no es una orden, ordenar que cada quién haga lo que considere, cuándo y cómo lo considere, tampoco es una orden.

El Principito se da cuenta rápido de que aquello era un completo disparate. Así que se despide cortésmente, se da vuelta y continúa su viaje.

En el personaje del rey –llevado al absurdo en este cuento– se nos presentan tres características fundamentales de las órdenes. La primera es la necesidad de un sentido, la orden debe atender a algo concreto, necesario y pertinente, no son caprichos vanidosos. La segunda es la cualidad de justicia de esa orden, que genere el mayor beneficio posible para todos y que esté pensada con reflexiva intención y entera libertad. La tercera característica es la factibilidad de la orden, esto implica no solo que exista quien ordene, sino que haya quien la lleve a cabo, quien ejecute la orden.

Partiendo, ¡claro está!, que hablamos de hombre y mujeres libres, conscientes de su dignidad y convencidos de su carácter de sujetos.

¿Claro está?



(*) Artículo publicado en la Revista SIC N° 819 – Noviembre 2019

Nota:

SANTO TOMÁS DE AQUINO (2003): EL orden del ser. Antología filosófica. Editorial Tecnos.

Reflexiones sobre el cambio en el poder




Basta con tan solo ver las encuestas nacionales o con escuchar a la gente en la calle para evidenciar que la gran mayoría de los venezolanos pide un cambio, es decir, que las cosas cambien. Pero ese clamor atiende realmente a qué ¿a un cambio de quienes ejercen el poder? ¿o a un cambio en la manera misma de cómo se entiende el ejercicio del poder?

Lo primero resulta obvio, si el gobernante no sirve, si lo ha hecho mal, ya sea porque no sabe, no puede, o no quiere, debería salir de sus funciones, dejar su cargo y dar la oportunidad a otros.

Pero esta obviedad deja de ser tan obvia cuando nos hacemos la segunda pregunta. Es entonces cuando entramos en la concepción propia del ejercicio del poder.

El “quién” es importante. El “cómo” también.

Comprender las circunstancias

Cuando en 1993 se supo la noticia de que el popular líder surafricano Chris Hani había sido asesinado de dos disparos por hombres blancos de extrema derecha, solo cabía esperar que la violencia se desatara en todos los rincones de Sudáfrica. Las protestas llenas de rabia se daban en los guetos de la población negra y cada vez se hacían más sangrientas, más llenas de ira y de frustración.

Sin duda alguna, aquel terrible incidente principalmente buscaba acabar con todo el proceso de negociación hacia una transición pacífica y democrática, en el cual poco a poco se iba avanzando.

El miedo –ese sentimiento que siempre precede a la violencia– se había apoderado de todos en Sudáfrica. En la población blanca temían la furia de los negros hastiados de tantos años de maltrato. En la población negra, esperaban la reacción brutal y represiva de la policía y las fuerzas de orden público. En el gobierno veían inevitable la explosión de un peligroso conflicto civil, pero en aquel momento tan complicado una persona, un hombre, supo leer bien las circunstancias: Nelson Mandela.

Mandela decidió asumir su papel histórico y como cabeza de la oposición, se dirigió en una alocución a toda Sudáfrica. Estaba él completamente claro de lo que se jugaba.

Cuenta el periodista John Carlin, que al llegar al recinto y colocarse frente al atril donde daría su discurso, Mandela encontró un papel que alguien le había dejado allí con un mensaje corto y preciso: “Nada de paz. No nos hable de paz. Ya hemos tenido bastante, señor Mandela. Nada de paz. Denos armas, no paz”.

Todo parecía ser odio, rabia, indignación, pero necesariamente había que superar aquellas reacciones primarias para poder retomar y continuar por el camino de la transición. Mandela tenía que apaciguar y convencer a su gente de no incurrir en la tentación de la violencia. Mandela, pese a aquella advertencia anónima, comienza su discurso así:

Esta noche me dirijo a todos y a cada uno de los surafricanos, negros y blancos, desde lo más profundo de mi corazón.

Un hombre blanco, lleno de prejuicios y odio, vino a nuestro país y cometió un acto tan execrable que toda la Nación se balancea al borde del desastre.

Una mujer blanca, de origen afrikáner, arriesgó su vida para que pudiéramos conocer y llevar ante la justicia al asesino […]

Ha llegado el momento de que todos los surafricanos se yergan codo con codo contra los que, desde cualquier bando, desean destruir aquello por lo que Chris Hani dio su vida: la libertad de todos nosotros.

El auditorio presente, incluso el autor anónimo de aquella nota dejada sobre el atril, y toda Sudáfrica entendieron. Su discurso fue inclusivo, habló de blancos y de negros por igual, de libertad para todos, allí no hizo diferencias, llamó a la calma, a la sensatez, a la reconciliación y al perdón, pues lo otro solo habría conducido al país a una guerra. Esa fue la comprensión correcta de las circunstancias. Mandela sería electo presidente apenas unos meses después de aquel discurso, en 1994.

El Poder comprendido desde las circunstancias venezolanas

Hoy nuestro país atraviesa, acaso, la peor crisis de su historia republicana. De eso nadie tiene duda. La precariedad de la situación es tremenda y abarca todos los aspectos de la vida nacional.

La urgencia es tal que cuesta diferenciarla de lo importante, pero es menester hacer la diferenciación porque lo urgente es siempre urgente y lo importante es siempre importante.

Urgente es garantizar las condiciones básicas de vida, atender las necesidades de la gente, el respeto a los derechos humanos, las garantías mínimas que permitan vivir dignamente a todos los ciudadanos. Urgente es hacer que el gobierno cambie, bien sea porque decidan hacerlo bien, o porque ante su incapacidad dejen el espacio a otros que sepan hacerlo bien. Urgente también es cambiar la concepción del ejercicio del poder. Esto último, nos lleva entonces a abordar lo importante. Pretender cambiar la concepción del ejercicio del poder supone cinco circunstancias que comprender y cinco actitudes que asumir.

Vayamos por partes.

En cuanto a las circunstancias:

1. Somos un país en el exilio. Eso no necesariamente es algo malo, pero sí es una realidad que debemos entender. Que cerca de 5 millones de venezolanos hayan decidido dejar el país tiene claramente una lectura preocupante y desoladora, pero también puede ser entendido como una situación de la cual se pueden obtener ventajas culturales, sociales y económicas. Han sido muchos los países que han atravesado grandes éxodos y migraciones poblacionales y que con profundidad en el análisis, políticas públicas adecuadas y medidas inteligentes han logrado convertir esa circunstancia en una oportunidad.

2. ¿Seguimos siendo un país petrolero? El dramático declive en la producción, los bajos niveles de exportación, la pésima situación general de todo el sector de hidrocarburos y los tiempos y condiciones que la recuperación de este sector supone, nos conducen a plantearnos como país si vamos a seguir, o pretender seguir, siendo un país dependiente del petróleo o si aprovechamos esta histórica oportunidad para el desarrollo de una economía diversa.

3. La promoción de una ética del trabajo. Venezuela se ha convertido en un país donde la gente no trabaja, y aunque en los últimos años esto se ha hecho más grave, no es un mal nuevo. Desde el auge petrolero de principios de los años 70 del siglo pasado, se fue fomentando una “mentalidad” de fácil acceso a la riqueza, rentismo, clientelismo, populismo… Hoy urge rescatar la cultura del trabajo o, para ser más precisos, una “ética del trabajo” como elemento esencial para el correcto desarrollo de la sociedad y de la persona.

4. El fomento de la cultura de la austeridad. Nos hemos siempre definido, o autodefinido, como un pueblo solidario y abierto a los otros, a las necesidades de los otros. Esa, sin duda, es una característica positiva, pero lo es aún más si se entiende y se practica desde una cultura de la austeridad, no basada en el consumo exagerado ni en la cultura del desecho. Estos tiempos de estrechez y dura situación económica bien entendida, permitirían asumir la austeridad como una virtud y no como una pena. Sobre todo, si es desde el ejemplo de los gobernantes y los poderosos.

5. El reto de la reconciliación nacional. Quizás sea esta –en mi opinión– la más importante de las circunstancias a comprender por aquellos que asuman el cambio del poder en Venezuela. Tanto el reconocimiento y la reconciliación nacional se han querido entender como un punto de partida, pero lo cierto es que son un punto de llegada. Es mucho lo que debemos trabajar, esforzarnos, sacrificarnos y, especialmente, perdonarnos para poder lograrlo. La paz es posible pero exigente, la experiencia de Mandela en Sudáfrica así lo demuestra, pero nuestro pasado no tan lejano también. Venezuela supo después de 1958 cómo llevar un país en paz social, tanto así que será en 1964, por primera vez en la historia republicana, que Rómulo Betancourt, presidente elegido en votaciones universales, directas y secretas, le entregue el poder a su sucesor Raúl Leoni, elegido también democráticamente. Pero más significativo y más importante fue cuando en 1968 Rafael Caldera, candidato de oposición, gana las elecciones por una muy mínima diferencia de votos y el gobierno del doctor Leoni y su partido, respetando el principio de alternabilidad, acatará y respetará el veredicto popular y entregará el poder pacífica y civilizadamente, naciendo así verdaderamente la democracia en Venezuela.

Es de destacar que la reconciliación nacional, si bien al inicio se trata de un acuerdo entre actores políticos, no solo se limita a ellos. Por el contrario, es un asunto que incumbe a todos los venezolanos, porque afecta o beneficia a todos por igual.

Volviendo a nuestro ejemplo histórico de los primeros años de la democracia, aquel ambiente de reencuentro y reconciliación nacional fue posible porque junto a los actores políticos, estaba un sector empresarial comprometido con el desarrollo del país, convencido y dispuesto a generar oportunidades para todos; una Fuerza Armada consciente de su función y respetuosa de la legalidad; una ciudadanía animada y ganada a la idea de convertirse en una sociedad digna y dignificante… En fin, un país completo que se reconocía como tal y se sumaba a la construcción activa de un mismo proyecto democrático.

Por su parte, en cuanto a las cinco actitudes a ser asumidas, el papa Francisco marca la pauta y nos las indica de manera diáfana y útil:

1.      Entender la política como Caridad, es decir, como un supremo, elevado, pero concretísimo acto de amor.

2.      Hacer Caridad sin propaganda, ni proselitismo, sin violencia y sin egoísmo.

3.      Con disposición a ensuciarse las manos, sin miedo al trabajo duro y sacrificado.

4.      Sin ser insignificantes, es decir, sin miedo a ser “sal que sale y luz que ilumine”.

5.      En constante práctica del diálogo y de la fraternidad humana, que abraza a todos y que no excluye a nadie.

Vivimos hoy tiempos difíciles, nadie puede negarlo. Vivimos, sin duda alguna, tiempos de crisis, más que nunca entendida en su sentido etimológico como separación, distinción, elección, discernimiento, como cambio. Es decir, vivimos tiempos de cambio.

Los cambios llegan, la historia así lo demuestra, y por ello dedicamos estas breves reflexiones enfocadas al “cómo” asumir los tiempos de cambio, para que verdaderamente lo sean.



(*) Artículo publicado en la Revista SIC, Noviembre 2019.

Balance político 2019: Venezuela se mantuvo en una guerra de trincheras




Como sabemos, el origen etimológico del mes enero proviene del latín ianuarius en honor al dios Jano o Ianus, aquel personaje representado por dos caras –una que veía al pasado y otra que contemplaba el futuro– y por eso se le colocó como el primer mes del año, que cerraba y abría un periodo, como símbolo de cambios.

En enero de 2019, dos importantes y cruciales hitos marcaban el inicio del año político de Venezuela: la elección de la Junta Directiva de la Asamblea Nacional para el periodo 2019-2020, y la juramentación y toma de posesión de Nicolás Maduro como presidente de la República para el periodo 2019-2025.

El 5 de enero, según la Constitución vigente, ocurrió lo primero. De acuerdo a lo pactado por la mayoría opositora en el acuerdo de “gobernabilidad parlamentaria” de 2016, cada uno de los partidos políticos que la conforman rotarían en la directiva. Así, Juan Guaidó, asumió la presidencia de la Asamblea Nacional, ante la presencia de 23 embajadores acreditados en el país y ante la ausencia de los diputados del oficialismo.

En su discurso de asunción del cargo, Guaidó hizo pública y dejó clara la línea de su presidencia: “A partir del 10 de enero, nos enfrentamos entonces, a la ruptura del orden constitucional. Y la Presidencia no se encuentra vacante, se encuentra siendo usurpada […] Estamos en dictadura y debemos actuar ante esta dura realidad”. Juan Guaidó propuso tres objetivos centrales para su estrategia política: el cese de la usurpación del gobierno de Nicolás Maduro, el establecimiento de un gobierno de transición impulsado por la Asamblea Nacional y la celebración de elecciones libres y transparentes.

Cinco días después, e igualmente según lo establecido también en la Constitución, el 10 de enero de 2019 Nicolás Maduro prestó juramento y tomó posesión como presidente de la República. Lo hizo ante el Tribunal Supremo de Justicia y no ante la Asamblea Nacional (como lo establece la Constitución) por considerarla ilegítima. Maduro asumía la presidencia de Venezuela, como consecuencia de la elección presidencial de 2018, cuestionada esta por su proceso de convocatoria, y además rechazado y desconocido el resultado por la oposición y buena parte de la comunidad internacional, entre ellos EE.UU., la Unión Europea y la mayoría de países latinoamericanos.

El 23 de enero, en un acto de manifestación nacional convocado por la oposición, se eleva aún más el nivel de crispación de la situación al asumir Juan Guaidó formalmente bajo juramento público las competencias del Ejecutivo Nacional como presidente encargado de Venezuela, cargo que asume con una agenda de tres objetivos: el cese de la usurpación, un gobierno de transición y elecciones libres. Su cualidad de presidente encargado de Venezuela fue reconocida por más de cincuenta países.

Por su parte el Tribunal Supremo de Justicia emitía declaración según la cual era la Asamblea Nacional quien estaba usurpando las competencias del Ejecutivo y exhortaba así al Ministerio Público a determinar las responsabilidades de las autoridades del Parlamento. El gobierno de Maduro fue reconocido como legítimo por China, Rusia, Turquía, Cuba, Bolivia, entre otros.

Enero comenzó sin duda alguna con un tenso e intenso ambiente político, definido por el desconocimiento mutuo de los actores protagonistas, un peligroso escenario de dos soberanías y, por supuesto, un altísimo riesgo de conflicto nacional.

En febrero, un elemento se incorpora con fuerza en el complicado debate político nacional: la crisis humanitaria. Así se organizó una operación conjunta vía terrestre y marítima con la finalidad de ingresar al país bienes de primera necesidad, destinados a favorecer los puntos más críticos de la población venezolana. Esta operación fue coordinada por una coalición de países conformada por Colombia, Brasil y Estados Unidos. El gobierno de Maduro anunció que no aceptaría la ayuda internacional y prohibió la entrada de la misma.

El 23 de febrero Nicolás Maduro cerró la frontera y rompió relaciones diplomáticas con Colombia. Luego de algunos enfrentamientos registrados en la zona fronteriza, la ayuda humanitaria no ingresó en territorio venezolano.

La tensión política pasará súbitamente a un segundo plano luego de que ocurriera el gran apagón de dimensiones nacionales. El país todo se vio seriamente afectado por la ausencia de energía eléctrica. Ante este hecho, se intentó hacer un llamado a la ciudadanía para que se movilizara en protesta en todo el territorio nacional. Pero tal protesta no ocurrió. Las circunstancias superaban cualquier intención de protesta.

El apagón nacional generó en la población una tremenda y palpable sensación de desamparo, que afectó la percepción política en la gente. Si bien la culpa se endilgó de manera directa al gobierno de Maduro, la imposibilidad de dar solución por parte del gobierno interino le restó fuerza como opción real de cambio.

En marzo, se anuncia la activación de la Operación Libertad, la cual tenía como objetivo restablecer la democracia en Venezuela. En virtud de ello, se convocó a una gran marcha para el 1 de mayo. Sin embargo, esa gran marcha no tuvo lugar.

El 30 de abril de manera sorpresiva apareció Juan Guaidó con Leopoldo López y un grupo de militares en el distribuidor de Altamira, anunciando la fase final de la Operación Libertad y para ello pedían a toda la población salir a manifestar para deponer a Maduro, mientras que a los militares les exigían unirse a su causa. Ese mismo día 30 de abril en la noche, Nicolás Maduro se dirigió a la nación desde el Palacio de Miraflores acompañado por altos funcionarios de su gobierno y las Fuerzas Armadas, declarando que había sido frustrado un intento de golpe de Estado.

La vía del enfrentamiento frontal no resultó. Se transitó entonces por la vía del diálogo y las negociaciones.

El Reino de Noruega anunció que representantes tanto de Nicolás Maduro como de la oposición venezolana, habían mantenido conversaciones en Oslo, con Noruega como mediador, para solucionar la crisis en el país sudamericano. Sin embargo, no hubo ningún avance.

Tras la visita de la alta comisionada de la Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, se hace público un informe sobre la situación del país, que dejaba en evidencia la delicada situación de violación de los derechos económicos y sociales en Venezuela, se hizo un llamado tanto a la oposición como al oficialismo a retomar la vía de las negociaciones como mecanismo para solucionar la crisis.

Durante los primeros días del mes de julio Guaidó y Maduro intentaron retomar la iniciativa de mediación esta vez en Barbados. Tampoco se logró nada en esta oportunidad.

La vía del diálogo, el reconocimiento, las negociaciones y los acuerdos, como forma para salir de la crisis, tampoco funcionó.

Fracasadas ambas, tanto la vía del conflicto como la del diálogo, 2019 en el segundo semestre pasó de ser un año que lucía con alcanzables posibilidades de cambios, a convertirse en una suerte de “guerra de trincheras” –entendida en términos políticos–, en la cual ninguna de las partes avanzaba, ninguna cedía, ninguna ganaba.

En agosto, desde Washington, el presidente Trump dictó una orden ejecutiva imponiendo al gobierno de Venezuela una nueva serie de sanciones económicas congelando los bienes y activos del gobierno venezolano y de las personas que apoyan al régimen de Maduro. El efecto esperado, la intención de negarle al gobierno de Maduro cualquier posibilidad de acceso al sistema financiero global y aislarlo más a nivel internacional. Guaidó expresó en esa oportunidad que las sanciones eran la consecuencia de la soberbia de una usurpación inviable, y que no buscaban perjudicar a la población venezolana sino exclusivamente al régimen de Maduro. Por su parte la respuesta de Maduro era de esperarse, su línea fue culpar a las sanciones como la causa de la crisis económica y social en Venezuela, pero más allá del discurso, el gobierno de Maduro no mostró tener miedo ni a las sanciones, ni al efecto de estas y, por el contrario, adelantó esfuerzos y maromas para buscar paliativos.

Ambos bandos volvían –al menos desde los argumentos– al conflicto de las posiciones antagónicas e irreconciliables.

Llega septiembre y desde Miraflores, Maduro levanta nuevamente la bandera del diálogo convocando a un acto en la Casa Amarilla para la conformación de una Mesa de Diálogo Nacional. Sin embargo, esta vez el intento no contará con ninguna mediación formal institucional, tampoco con la venia de la comunidad internacional, tanto que al llegar al acto muchos se retiraron bajo el argumento de preferir retomar el suspendido proceso de diálogo auspiciado por Noruega; y para mayor descrédito del proceso, no contará con la participación de la oposición.

Participaron en cualidad de opositores, actores de cuestionada independencia política, de muy poca incidencia nacional, casi nulo liderazgo y sin ninguna capacidad de representación por parte de la oposición política conformada por Juan Guaidó y los principales partidos opositores. La agenda del acto se centró en tres puntos: a) el retorno del chavismo a la Asamblea Nacional, b) la renovación de autoridades electorales y c) la liberación de “presos políticos”.

Evidentemente, este acto no fue percibido por nadie como una verdadera ni creíble iniciativa de diálogo, sino como una maniobra más bien burda de engaño público. No tuvo ni siquiera la capacidad de cumplir con los tres puntos de su propia agenda presentada.

Y así llegaron los últimos meses de 2019. La gente fue perdiendo todo interés por los temas políticos, entre el agotamiento de las sobre expectativas y la necesidad de distracción que producen las crisis largas.

Maduro, más allá de la percepción de gobierno débil, y frente a las duras sanciones y amenazas internacionales, se sostuvo en Miraflores. Guaidó, más allá de trucos para construir otras figuras opositoras y pese al desgaste propio de la intensa dinámica política, se mantuvo como el líder de la oposición.

Y mientras, el país continúa su marcha lenta para cruzar este desierto.

El dios Ianus, en 2019, no vio al final los cambios que esperaba ver al inicio.


(*) Artículo publicado en la Revista SIC, Abril 2020.

A 55 años de la firma del Modus Vivendi entre Venezuela y la Santa Sede



Es un lugar común hablar de concordato al momento de referirnos al acuerdo que existe y rige las relaciones entre la República de Venezuela y la Santa Sede, pero al mismo tiempo, es una imprecisión.

Caída la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, y suscrito el Pacto de Punto Fijo por los principales actores políticos de aquel momento, estuvo entre los puntos del Programa Mínimo de Gobierno, la regularización de las relaciones entre la Iglesia y el Estado venezolano.

Desde el inicio de la era democrática en 1958, el término que se utilizó para definir al acuerdo que regularizaría las relaciones fue el de Modus Vivendi, tanto así que en su discurso de febrero de 1959, Rómulo Betancourt, asumiendo la presidencia de la República, dio uso a esta expresión para calificarlo.

Pero, ¿por qué se hacía necesario plantear la necesidad de un nuevo acuerdo con la Santa Sede? ¿Cuáles eran esas relaciones que debían regularizarse? Desde los tiempos de la Conquista y hasta llegada la democracia en 1958, la Iglesia católica en Venezuela venía regida en sus relaciones con el Estado bajo la figura del Patronato.

El Patronato Regio nace a finales del siglo XV y principios del XVI como una institución que confería a los Reyes Católicos por concesión papal y en pro de la evangelización (1), facultades plenipotenciales y privilegios que convertían (de hecho y de derecho) a los reyes en las máximas autoridades eclesiásticas de los territorios bajo su dominio.

En virtud de ello, la injerencia de los monarcas en las relaciones Iglesia-Estado era total: desde el nombramiento de obispos, creación de Diócesis, construcción de iglesias, catedrales, fundación de seminarios, conventos, monasterios… hasta –por supuesto– la administración y disposición de los bienes y de los diezmos.

Una vez declarada la independencia de las Provincias Unidas de Venezuela en 1811, y por presión de los presbíteros que en su carácter de diputados actuaron en aquel congreso republicano, liderados por Ramón Ignacio Méndez, esa primera constitución republicana declaró cesado el Patronato que por tres siglos venía regulando la vida de la Iglesia (2)

Existía, claro está, la conciencia en los legisladores de que el Patronato quedaba sin efectos una vez suprimidos los vínculos del Vaticano con Venezuela entendida esta como una República, pues aquella institución nació como concesión hecha por parte del Papa a los Reyes de España.

Sin embargo, la pérdida de la Primera República y luego la dinámica propia de la guerra de Independencia imposibilitó que se pudiera avanzar en lograr una evolución del Patronato hacia otra forma de relación Iglesia-Estado. Y al mismo tiempo, el espíritu liberal de aquellos primeros hombres republicanos, así como su simpatía anticlerical, encontraron en la figura del Patronato Republicano una manera convenientemente controladora para mantener a la Iglesia a raya.

Así transcurrió el siglo XIX bajo la figura del Patronato Republicano, con algunos tímidos e infructuosos intentos de lograr sin éxito el cambio a un Concordato. El siglo XX supondría, con el gomecismo, una suerte de periodo de reconstrucción, reconocimiento y respeto a la Iglesia católica por parte del Estado, pero el Patronato se mantendría en vigencia como ley.

Aunque existían buenas relaciones, de facto, y no se vivía la confrontación ni la intensidad del conflicto sufrido en el siglo XIX, la Ley de Patronato representaba una situación de derecho que generaba preocupación e incomodidad en la Iglesia. Las relaciones Iglesia- Estado sufrirán nuevamente un profundo desencuentro durante el trienio adeco, pero que durará muy poco dada la instauración de la dictadura militar.

Llegada la democracia, y sin duda en buena parte por el empuje convencido, la iniciativa y la actuación del Partido Socialcristiano COPEI, el tema de la regularización de las relaciones cobró central importancia en el debate nacional.

La base constitucional que permitiría avanzar en el acuerdo con la Santa Sede, quedaría establecida en la novel Constitución de 1961: “Artículo 130. En posesión como está la República del derecho de Patronato Eclesiástico, lo ejercerá conforme lo determine la ley. Sin embargo, podrán celebrarse convenios o tratados para regular las relaciones entre la Iglesia y el Estado.”

Abierta esta puerta, se comienza entonces el proceso de acercamiento entre la Santa Sede a través del nuncio apostólico para aquel entonces en Venezuela, Monseñor Luigi Dadaglio y el cardenal José Humberto Quintero, con las autoridades venezolanas.

Desde las primeras discusiones y consideraciones sobre el tema, el Dr. Rafael Caldera dejaría ampliamente sentadas las diferencias que existen entre un concordato y un acuerdo de Modus Vivendi, como lo señalaría el mismo cardenal Quintero en un artículo publicado en 1961.3

Pero, ¿a qué atendía esa diferenciación? ¿Por qué optar por el Modus Vivendi y no por la figura del Concordato? Oliveros Villa en su estudio sobre la libertad religiosa en Venezuela establece razones pragmáticas y técnicas para explicar esta decisión. En lo pragmático, recordemos que es un gobierno socialdemócrata el que está a la cabeza del país, y es Betancourt el presidente de turno. Por ello, optar por el Modus Vivendi permitirá mantener cierta imagen del anticlericalismo pasado (o al menos del laicismo), así como “restar novedad, pretensiones de cambio y hasta mayor trascendencia al tratado, para hacer frente de este modo a los prejuicios, suspicacias y reticencias con que era visto por un sector minoritario, pero activo, del país un acuerdo que pudiera afectar al Patronato.”4

Otra razón de orden pragmático estriba en lo consagrado en el propio texto del acuerdo que considera “que la Religión Católica, Apostólica y Romana, es la Religión de la gran mayoría de los Venezolanos y en el deseo de que todas las cuestiones de interés común puedan ser arregladas cuanto antes de una manera completa y conveniente”; o en palabras de la Cancillería venezolana, para dar carácter de pacto a lo que de hecho y en la práctica venía siendo un modus vivendi tolerable.

En cuanto a las razones técnicas, no podríamos hablar de un concordato en sentido estricto del término, porque el acuerdo ni abarca ni regula todos los asuntos que comprendería la relación Iglesia-Estado. No es el caso, por ejemplo, del Concordato entre la Santa Sede y España que abarca en sus treinta y seis artículos del acuerdo, más los cinco del protocolo final, temas como el matrimonio, la educación y demás asuntos de la vida del país.

De igual manera, se diferencia nuestro Modus Vivendi de un Concordato, en que se trata de un acuerdo de desarrollo progresivo, como señala el mismo texto suscrito desde el inicio, estableciendo y permitiendo hacerlo en otros futuros acuerdos. Tal sería el caso del Acuerdo suscrito en 1994 para la creación del Ordinariato Militar en Venezuela.

En el caso de nuestro Modus Vivendi, en atención a los enunciados iniciales pareciera que se tratase simplemente de un “sencillo” acuerdo para definir algunas materias de particular urgencia entre las partes, pero lo cierto es que la fortaleza del mismo yace en dos artículos claves: el primero y el último.

En el primer artículo, se acuerda que el Estado venezolano continuará asegurando y garantizando el libre y pleno ejercicio del Poder espiritual de la Iglesia católica, así como el libre y público ejercicio del culto católico en todo el territorio de la República. De esta forma, el Estado venezolano reconoce a la Iglesia católica como institución fundamental en la historia y la realidad venezolana.

Por su parte, el último artículo estableció que una vez entrado en vigor el Acuerdo, sería esta la norma que regularía en adelante las relaciones entre la Iglesia y el Estado, quedando así con esta coletilla definitivamente superada y “sepultada” la Ley de Patronato. Años más adelante, tanto el cardenal Quintero como monseñor Henríquez reconocerían en esta “finísima perspicacia jurídica” la habilidad del Dr. Caldera para satisfacer a las partes firmantes y dejar atrás cuatrocientos años de Patronato.

El 6 de marzo de 1964, el Acuerdo fue firmado por la Cancillería de la República de Venezuela. Paulo VI y Rómulo Betancourt, dieron poderes plenipotenciarios a Monseñor Luigi Dadaglio, nuncio apostólico en Venezuela y al doctor Marcos Falcón Briceño, ministro de Relaciones Exteriores, para suscribir el convenio. Ratificado por el Congreso el 23 de junio, fue promulgado por el presidente Raúl Leoni el 30 de junio, y por último, el 24 de octubre de 1964 se efectuó el canje de ratificaciones en Roma.

Para el mundo diplomático, el Modus Vivendi es un instrumento que se utiliza para establecer un acuerdo internacional de naturaleza temporal o provisoria, que luego será reemplazado por otro acuerdo más sustancial y completo.

Me comentaba un buen amigo y hombre sabio con quien conversaba sobre este tema hace poco, que en Venezuela nada hay tan duradero como lo provisional. En nuestro caso, hoy el Modus Vivendi cumple 55 años.


(*)Artículo publicado en la Revista SIC, en mayo 2019.

Notas:

1 VINKE, Ramón (Pbro.) (2010):  “El Dr. Rafael Caldera, hombre de la patria y de la Iglesia”. En: La Iglesia en la Venezuela republicana. Vol. VII/5.

2 Al respecto, vale la pena consultar el trabajo de OLIVEROS VILLA, Pedro (2000): El derecho de libertad religiosa en venezuela. Biblioteca Nacional de la Historia.

3  VINKE, Ramón (Pbro.) Ob. cit.

4 OLIVEROS VILLA, Pedro. Ob. cit.