sábado, 25 de mayo de 2013

Poder, dominación… y ficciones



El libro de José Antonio Marina La pasión del poder: Teoría y práctica de la dominación (Anagrama 2008) es para mí la continuación – diría más bien conclusión – de otro libro suyo al cual ya hemos hecho referencia antes, Anatomía del Miedo: un tratado sobre la valentía.

El filósofo español nos ofrece, como siempre de manera pedagógica pero profunda, su visión sobre el poder y la dominación. Prefiere – opta por –  hablarnos de control pues según él, “tiene poder quien puede controlar el comportamiento propio (poder autorreferente) o el de otras personas (poder social)”.

En su análisis, Marina parte de la evidente y tan estudiada esfera del poder social y nos pasea por las diversas formas de control: el liderazgo, la seducción, las apariencias, la opinión, las relaciones amorosas, la familia, las organizaciones, las empresas, las instituciones y por supuesto, el poder político.

Llegamos así al segundo elemento clave de su tratado, la relación dominador/dominado. “En la relación de poder está el sujeto que se impone y el sujeto que obedece”, al primero se le ha dedicado páginas y páginas de estudio, pero poco se ha dicho del dominado, perdiéndose así  la mitad del fenómeno: “una teoría del poder no puede estar completa sin una teoría de la impotencia”.

La impotencia se manifiesta de diversas maneras, en el sometimiento, en la docilidad, la sumisión, la  dependencia, y – la cual para Marina reviste especial atención – en la obediencia.

Para Marina posee la obediencia una relevancia particular, al menos en el mundo occidental, pues se yergue sobre la tradición cristiana. Utiliza como ejemplo para su argumento una correspondencia escrita por Ignacio de Loyola dirigida a los padres y hermanos jesuitas en Portugal: “la obediencia introduce en el alma el resto de las virtudes y las mantiene”… y concluye: “y esta sujeción y subordinación no se hace sin conformidad del entendimiento y voluntad del inferior al superior”. Es decir, obedecer al otro debe ser una decisión pensada y voluntaria (discernida) por parte del que obedece, para hacerse virtuoso.

Esta manera de comprender, de asumir, de entender la obediencia, por supuesto se trasmitió al mundo político, que “al fin y al cabo se consideró durante siglos que estaba instaurado por Dios”. Así la obediencia llega a nuestros días, no ya bajo la oferta y garantía de la salvación futura, sino de forma secularizada como la garantía de dos elementos que siempre han acompañado, definido y determinado al ser humano como ser social: la necesidad de seguridad y de bienestar.

Esto nos conduce al tercer eje del planteamiento de Marina sobre el poder: las ficciones.

Los seres humanos no nacemos libres, ni somos iguales, pero queremos intentar que esto sea así y por ello nos comportamos – o al menos lo intentamos – como si así fuese. Aquí comienza la obra de la mente humana frente a la realidad: construimos nuestras ficciones.

“Un proyecto es una idea, un ficto, una ficción que queremos convertir en realidad”, de allí que “necesitamos ficciones jurídicas, políticas y éticas porque la inteligencia humana tiene la capacidad de pensar cosas inexistentes que sería bueno que existieran, por ejemplo una ciudad justa o una humanidad digna”.

Lo mismo ocurre con el poder, al no ser posible eliminar las relaciones de poder, pues les creamos un límite, una ficción: la dignidad.

Para Marina la dignidad es una ficción que va en dos direcciones, como reconocimiento y respeto del otro, pero también como reconocimiento y respeto de uno mismo.

En algún momento, Marina suelta esta pregunta y la deja sin respuesta inmediata: “¿debemos educar a nuestros alumnos para la obediencia o para la rebelión?”. La respuesta nos la da en los últimos párrafos del libro, y es precisamente en este punto, donde se encuentran y complementan sus tratados sobre el poder y sobre la valentía.

“El poder no puede desaparecer, sino cambiar de nuevo de titularidad. No es el monarca, no es la nación, no es el pueblo el titular, sino el sujeto que se hace responsable de su azarosa presencia en el mundo, y que, superando la angustia de la precariedad, se lanza a una azarosa y valiente navegación”.

No se trata pues de obedientes o rebeldes, se trata de hombres y mujeres conscientes de su dignidad y de la dignidad de los otros. Hombres y mujeres dignos.

José Antonio Marina confiesa que escribe para aclararse, yo admito que le leo con el mismo fin.


Juancho Pérez

@jonchoperez

sábado, 4 de mayo de 2013

El Rey y el Principito




En el primero de los planetas que visita el Principito, encuentra sentado en su trono a un rey vestido de púrpura y armiño. Este personaje a la vez sencillo y majestuoso, cuando ve al Principito exclama: “¡Ah! Un súbdito…” Y comienza a darle órdenes: te prohíbo bostezar.

Ante la sorpresa y la extrañeza del Principito y  - por supuesto - la total desobediencia de este, el rey consternado y casi molesto, revierte las órdenes y comienza a ordenar justo lo contrario de lo anterior: pues te ordeno que bosteces.

Y nos dice Saint-Exupéry: “Y es que el rey aspiraba por encima de todo a que su autoridad fuese respetada. No toleraba la desobediencia. Era un monarca absoluto. Pero como era muy bueno, daba órdenes razonables”. “La autoridad se apoya sobre todo en la razón. Si ordenas a tu pueblo que vaya a tirarse al mar, – nos dice el rey – hará la revolución. Tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables”.

Este es el encuentro del Principito con la política, pero podemos llegar más allá. Saint-Exupéry, con este rey, nos permite reconocer los diversos elementos teóricos para definir lo que entendemos por “política”.
Vayamos por partes.

Nos topamos así al inicio de la relación, en el primer instante del encuentro, la concepción clásica de la política como lucha, poder, voluntad

Esta trilogía la apreciamos en la reacción del rey ante el bostezo del Principito. El rey convencido de su autoridad, de su superioridad, ve en el otro a un súbdito. Además un súbdito que rompe, que contraría una norma o una costumbre, que hace lo indebido. El rey, el poder, pues ante esta conducta, se planta y actúa con violencia: prohíbe, impone, obliga, castiga, controla… “que su autoridad fuese respetada”.

Ante la prohibición de bostezar, replica el niño: “No puedo remediarlo, he hecho un viaje muy largo y no he dormido”. “Entonces – le dijo el rey – te ordeno que bosteces…”.

La respuesta del Principito a la orden del rey y la consecuente reacción de este, nos permite arribar a la segunda trilogía en torno a la naturaleza de la política: paz, razón y justicia.

El rey, el poder, busca la resolución del conflicto por la vía pacífica, la política-como-paz, lo cual implica evidentemente el reconocimiento del otro, no su eliminación. Es en suma, una convivencia en la cual la “ley de las leyes” sustituya a la ley de la jungla… “Pero como era muy bueno, daba órdenes razonables”.

Pero aún queda una tercera posición, que va más allá de las concepciones clásicas antes expuestas, y que Saint-Exupéry nos la presenta también.

En este mismo capítulo, nos señala otra concepción del poder, en la misma línea de Hanna Arendt, según la cual la política es el espacio del “logos”, de la razón, del diálogo, y en virtud de ello, la violencia no puede ser jamás la esencia de la política, sino todo lo contrario.

Es decir, a más violencia, menos poder.

Nos dice el rey: “Si ordenas a tu pueblo que vaya a tirarse al mar, hará la revolución…”.

Esta es la idea de Arendt, para quien el poder requiere de legitimidad, mientras que la violencia necesita justificación, y en el instante en el cual la justificación se impone a la legitimidad, se acaba el poder y se impone la violencia.

Es, como bien señala Arendt, el apoyo del pueblo – con su obediencia –  el que presta poder a las instituciones de un país, y se petrifican o decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo deja de apoyarlas, de obedecerlas.
Esta interesante postura, sin duda representa un quiebre con las posiciones clásicas, pues diferencia al poder de la violencia. 

El poder es no-violento.

Pero debemos estar atentos igualmente al concepto de violencia, pues esta no es ni bestial ni es irracional, es simplemente un medio para alcanzar un fin para obtener cambios.

Sólo nos queda, ante esta posición de Arendt, hacernos una sola - pero capital - pregunta: ¿a qué se debe esa obediencia? ¿por qué un ser humano obedece a otro? 

Esa respuesta no nos la da la ciencia política.

Pero terminemos pues, con nuestro relato del Principito.

Al cabo de un rato, el Principito ya aburrido de aquel planeta pero preocupado por no apenar al viejo rey, le pidió que le diera la orden de marcharse, y así sucedió.

En aquel planeta, en el reino de este rey, no habitaba nadie más que él. 


Juancho Pérez
@jonchoperez