G.K. Chesterton, ese gigante del
pensamiento de principios del siglo XX, planteó en alguno de sus profundos
ensayos sobre fe y religión, que todo el Antiguo Testamento – se podría decir –
es el mensaje y testimonio de un Dios que se encuentra solo, ante la insensatez
y el empeño de los hombres en no avanzar en su salvación.
“La idea central de gran parte del Antiguo
Testamento podría ser la idea de la soledad de Dios. Dios no es sólo el
personaje principal del Antiguo Testamento; Dios es propiamente el único
personaje del Antiguo Testamento. Comparadas con Su claridad de propósito todas
las demás voluntades parecen pesadas y automáticas, como las de los animales;
comparados con Él todos los hijos de la carne son sombras. Una y otra vez, se
insiste en la misma cosa: «¿A quién demandó consejo?» (Is 40:14) «Yo he pisado
el lagar solo y nadie había conmigo.» (Is 63:3). Los patriarcas y profetas no
son más que meras armas o herramientas, pues el Señor es un guerrero. Utiliza a
Josué como un hacha o a Moisés como una vara de medir. Para Él, Sansón es sólo
una espada e Isaías una trompeta. De los santos del cristianismo se supone que
son como Dios, como si fueran estatuillas de Él. Del héroe del Antiguo
testamento no se supone que sea de la misma naturaleza que Dios más de lo que
se supone que una sierra o de un martillo sean de la misma naturaleza que el
carpintero. Ésa es la clave y la característica principal de las Escrituras
hebreas en su conjunto. Hay, sin duda, en dichas Escrituras innumerables
ejemplos del humor burdo, las emociones exacerbadas y las poderosas
personalidades que nunca faltan en la prosa y en la poesía primitiva. Sin embargo,
la característica principal sigue siendo la misma: la intuición de que Dios no
sólo es más fuerte que el hombre, no sólo no es más secreto que el [213]
hombre, sino que Él significa más, que Él sabe mejor lo que está haciendo, que,
comparados con Él, tenemos algo de la vaguedad, la sin razón y el vagar de las
bestias que perecen. Es «Él quien se sienta sobre el círculo de la tierra desde
donde sus habitantes parecen saltamontes» (Is 40:22). Casi podríamos decirlo
así: el libro está tan interesado en afirmar la personalidad de Dios que casi
afirma la impersonalidad del hombre. A menos que algo haya sido concebido por
ese gigantesco cerebro cósmico, dicha cosa será vacía e incierta; el hombre
carece de la tenacidad suficiente para asegurar su continuidad. «Si el Señor no
construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la
ciudad, en vano vigilan los centinelas» (Salmo 127:1).
De modo que el Antiguo Testamento se regodea
constantemente en la idea de la aniquilación del hombre comparado con el
propósito divino.”[1]
Dios está solo, pero no porque Él
quiera estarlo, de hecho es justamente todo lo contrario, pues de haberlo
querido así no tendría ningún sentido el misterio de la Creación. Dios está
sólo porque su proyecto salvífico para los hombres sólo cobrará sentido con la
venida de Jesús su hijo.
Así nos lo expresa C.S. Lewis en
sus hermosas reflexiones sobre los salmos:
“La segunda razón para aceptar el Antiguo
Testamento en este sentido puede expresarse de un modo más sencillo y es, por
supuesto, mucho más compulsiva. En un principio, estamos obligados a ello por
Nuestro Señor. En el famoso camino a Emaús, Él reprochó a los dos discípulos
que creyeran lo que los profetas habían dicho. Debían haber sabido por sus
Biblias que el Ungido, cuando viniera, alcanzaría la gloria a través del
sufrimiento. Después les explicó, a partir de Moisés (es decir, el Pentateuco),
todos los pasajes del Antiguo Testamento que se referían a Él (Lucas 24,
25-27). Y se identificó a SÍ mismo claramente con una figura mencionada con
frecuencia en las Escrituras.”[2]
Este suficiente argumento de
Lewis, consigue aún más fortaleza en lo expuesto por el entonces Cardenal
Ratzinger en la presentación del documento «El pueblo judío y sus Escrituras
sagradas en la Biblia cristiana», publicado en 2001. Nos dice quien luego sería
Benedicto XVI:
“Jesús de Nazaret tuvo la pretensión de ser
el auténtico heredero del Antiguo Testamento (de la «Escritura») y de darle la
interpretación válida, interpretación ciertamente no a la manera de los
maestros de la Ley, sino por la autoridad de su mismo Autor: «Enseñaba como
quien tiene autoridad (divina), no como los maestros de la Ley» (Mc 1,22). El
relato de Emaús resume otra vez esta pretensión: «Empezando por Moisés y por
todos los Profetas, les explicó lo que en todas las Escrituras se refiere a él»
(Lc 24,27). Los autores del Nuevo Testamento intentaron fundamentar en concreto
esta pretensión: muy subrayadamente Mateo, pero no menos Pablo, utilizaron los
métodos rabínicos de interpretación e intentaron mostrar que precisamente esta
forma de interpretación desarrollada por los maestros de la Ley conducía a
Cristo como clave de las «Escrituras». Para los autores y fundadores del Nuevo
Testamento, el Antiguo Testamento es simplemente la «Escritura»; sólo al cabo
de algún tiempo la Iglesia pudo formar poco a poco un canon del Nuevo
Testamento, que también constituía Sagrada Escritura, pero siempre de modo que
como tal presuponía y tenía como clave de interpretación la Biblia de Israel,
la Biblia de los Apóstoles y sus discípulos, que sólo entonces recibió el
nombre de Antiguo Testamento”[3].
Entendido esto así, el Antiguo
Testamento y el Nuevo Testamento simplemente son un mismo Libro, son las Escrituras,
separadas de manera deliberada (y acaso práctica y convenientemente) por los
hombres en tiempos posteriores. Sin embargo, esta división que trajo consigo
serios y no poco confusos conflictos, tendrá su lenta pero sólida corrección
con el devenir del tiempo, hasta llegar a nuestros tiempos en los cuales el
Documento de la Pontificia Comisión Bíblica presentado por Ratzinger en 2001 dice
sobre ello: «Sin el Antiguo Testamento,
el Nuevo Testamento sería un libro indescifrable, una planta privada de sus
raíces y destinada a secarse» (Núm. 84).
Este Documento de la Comisión
Bíblica, sólo vino a ratificar lo que en 1965 ya había dejado en claro la
Constitución Dogmática Dei Verbum, sobre la Divina Revelación, al establecer la
unidad de ambos textos:
“16. Dios, pues, inspirador y autor de ambos
Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo Testamento está
latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo. Porque, aunque
Cristo fundó el Nuevo Testamento en su sangre, no obstante los libros del
Antiguo Testamento recibidos íntegramente en la proclamación evangélica,
adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento,
ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo.”[4]
Dicho todo lo anterior, nos
parece que el tema ya no necesita más explicación.
Sin embargo, quisiera dejar - a
manera de cierre - una belleza de escena que puede ayudarnos a humanizar y
darnos una visión práctica de esta relación continua y perenne que siempre se
da entre Antiguo y Nuevo Testamentos.
Me tomo la libertad de traer a la
memoria una escena de la película Las
sandalias del pescador, basada en la novela del mismo nombre de Morris
West.
Ya habiendo sido electo papa el cardenal
Lakota en el Cónclave, y en cualidad de pontífice Kiril I, este se permite una
última “escapada” del Vaticano para recorrer la noche romana ataviado
simplemente con una sotana negra de sacerdote. En su caminata le toca acudir a
dar la extremaunción a un hombre moribundo. Todo en la estética de la escena
transmite humildad, una vivienda pobre, los familiares gente sencilla. Hay una
doctora atendiendo los últimos minutos de la agonía del hombre. Kiril I
(vestido de sotana) se percata de que ya no hay nada que hacer y comienza con
el rito católico de la extremaunción, cuando algún familiar le dice que tanto
el agonizante como el resto de los presentes son todos son judíos.
Kiril, hace silencio, se retira
un poco, se lleva la mano a la cara y comienza entonces a entonar el cántico Shemá Israel, al que se unen los
presentes.
Tanto la imagen como el mensaje de la escena más
que conmovedor son elocuentes. Shemá
Israel (Escucha, Israel) es el
nombre de una de las principales plegarias de la religión judía, pero esta oración
reaparece en los Evangelios de Marcos y Lucas y en ocasiones forma parte
también de la liturgia cristiana.
Y así, cuando aquel sacerdote
católico (que en realidad es el pontífice recién electo) sorprende a todos con
su gesto, en esa clara fraternal, humanizante y salvífica unión de todos, en
ese continuum entre Antiguo y Nuevo
Testamento, cuando Dios deja de estar solo.
Juan Salvador Pérez
[1] CHESTERTON,
G.K, «El libro de Job» en "Correr tras el propio sombrero y otros
ensayos", traducido por TEMPRANO GARCÍA, MIGUEL, editado por MANGUEL,
ALBERTO, ed. Acantilado, Barcelona, 2005, pp. 212-221.
[2]
C.S. LEWIS. Reflexiones sobre los salmos. Los pensamientos más profundos de un
clásico. Planeta Testimonio. 2010
[3] Presentación
que escribió el cardenal Joseph Ratzinger del documento «El pueblo judío y sus
Escrituras sagradas en la Biblia cristiana», publicado el 24 de mayo de 2001
por la Comisión Pontificia Bíblica, de la que era presidente, en calidad de
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
[4]
CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA DEI VERBUM SOBRE LA DIVINA REVELACIÓN. S.S. Pablo VI. Roma,
18 de noviembre de 1965.