Nos enseña la escolástica que hay
tres clases de personas: Personas Divinas: Dios (tres Personas distintas en una
sola naturaleza divina), personas angelicales: los ángeles y los demonios
(espíritus puros), y las personas humanas: los hombres y las mujeres (compuesto
de alma y cuerpo).
Somos nosotros, las personas
humanas, acaso las menos elevadas en lo espiritual por nuestra doble condición
de alma y cuerpo. Sin embargo, el Padre Pío de Pietrelcina al hablar de la
envidia de los ángeles solía decir que ellos “sólo nos tienen envidia por una
cosa: ellos no pueden sufrir por Dios”. Yo me atrevería a decir que hay otra
cosa más por la cual nos podrían envidiar – si es que cabe el término –
nosotros podemos abrazarnos.
Habacuc es uno de los profetas
menores, es decir, pertenece al grupo de los Doce Profetas[1]
que son los doce libros proféticos de menor longitud del Antiguo Testamento,
que van a continuación de los profetas mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y
Daniel). El libro consta de tres capítulos y se divide en tres géneros
diferentes: una discusión entre Dios y Habacuc, un oráculo de la
aflicción, un Salmo.
Vayamos por partes.
La discusión entre el profeta y
Dios es sin duda un atrevimiento, pero ¿quién no ha cuestionado a Dios en los
momentos duros, en las pruebas, en las dificultades, ante las injusticias?
Comienza Habacuc su diálogo “Señor, ¿hasta cuándo gritaré pidiendo ayuda
sin que tú me escuches?”.
La respuesta final de este
diálogo se convierte en el oráculo de la aflicción, Dios le dedica su anuncio y
su vaticinio al afligido con una frase cargada de profunda fe, un llamado a la
confianza y sobre todo a la paciencia: “Tú
espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el momento preciso...”, y
termina este segundo capítulo con una clara y contundente advertencia a los
opresores, también a ellos les habla: “Ay
de ti, que te haces rico con lo que no te pertenece” “Ay de ti, que construyes
tus ciudades sobre la base del crimen y la injusticia” “En lugar de honor, te
cubrirás de vergüenza… y convertirá en humillación tu gloria”.
Por último, en el tercer
capítulo, Habacuc nos lega un salmo a la manifestación de Dios, un canto
hermoso a la certeza de la actuación misericordiosa, esperanzada, confiada y
justa de la Providencia: “Entonces me
llenaré de alegría a causa del Señor mi salvador. Le alabaré aunque no
florezcan las higueras, ni den frutos los viñedos y los olivares; aunque los
campos no den su cosecha; aunque se acaben los rebaños de ovejas y no haya
reses en los establos. Porque el Señor me da fuerza; da a mis piernas la
ligereza del ciervo y me lleva a alturas donde estaré a salvo”.
Habacuc en su libro, al
interpelar a Dios nos interpela a nosotros, pues nos coloca de cara a la gran
interrogante de por qué Dios permite que sucedan ciertas cosas. ¿Existe acaso
una pregunta más actual e importante que esta? La ponerología como disciplina que estudia el mal (del griego ponerós,
malo) tras mucho deambular sólo puede concluir
que en un mundo material y finito, el mal es inevitable. La finitud - que esta
vida termine, que llegue a un final y ya - es pues el mal mayor. Pero la
respuesta que nos da Habacuc, es otra. Supera lo secular y se posa sobre lo
Divino. Surge entonces la teodicea, pero no como la justificación de un Dios
que permite el mal por razones misteriosas y punto, sino - y he aquí el aporte
fundamental de Habacuc al Cristianismo - como la respuesta reflexiva que el
hombre encuentra ante la inevitable aparición del mal en el mundo material: la
trascendencia divina de lo Infinito.
Quisiera para terminar volver a la
idea inicial de esta breve aproximación. En su etimología, Habacuc significa
aquel que abraza fuerte. El abrazo fuerte no como simple muestra de cariñoso sentimentalismo,
sino como necesario consuelo ante la aflicción. Un consuelo que está siempre en
las manos de Dios, pero que encuentra concreción en los brazos de los hombres y
mujeres, porque en el mundo de los hombres y las mujeres, Dios actúa a través
de nosotros.
Es esta la profecía del abrazo.
“Que bien nos vendría un abrazo.
Que nos acomode un poco.
Que nos haga ver
Que no estamos tan solos...
Ni tan locos. Ni tan rotos.”[2]
[1]
Son los 12 profetas menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas ,Nahum,
Habacuc, Sofonías,
Hageo, Zacarías y Malaquías
[2]
Poema de Nicolás Andreoli.
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