En alguna oportunidad, por razones de trabajo, tuve que
hacerle una entrevista a un joven político. La intención final de la entrevista
era construir con la información obtenida su historia personal, su enfoque, su
visión y esencia profesional (eso que los asesores y técnicos llaman hoy la
narrativa).
La pregunta –más que obvia– salió casi al inicio: ¿por qué
estás en política? La respuesta, también fue bastante esperada: porque el país
necesita personas que se dediquen a ello y entreguen su vida en esta función.
Volví a preguntarle, esta vez con un tono más enfático:
bien, ¿pero además de eso, por qué estás en política? La respuesta nuevamente
fue una frase bastante noble, pero a la vez abstracta, despersonalizada,
lejana: porque vivimos una crisis tremenda, y ante esta grave situación nos
corresponde a todos asumir el reto de sacar al país de esta tragedia.
Ambos hicimos una brevísima pausa y, por tercera vez, le
repregunté: De acuerdo, pero ¿por qué tú estás en política? La respuesta que
recibí ante mi tercera –y sin duda ya pesada– insistencia me quedó resonando en
la cabeza y me ha hecho reflexionar mucho desde entonces: pues no sé… ¿será vanidad?
El dilema constante:
la lógica del gobernante
Aquella respuesta –o más bien pregunta– fue sin duda una
reacción genuina y es que esa justamente es la reflexión personal,
personalísima, la cual todo aquel que pretende ser político y ejercer el poder
debe hacerse: por qué y para qué.
Los Padres del desierto, aquellos hombres que durante los
siglos III al VII de la Era cristiana se retiraron a la soledad, la oración, la
contemplación, el silencio y la reflexión, para obtener un crecimiento
espiritual, definieron e identificaron que en toda persona ocurre una lucha
espiritual interna, entre dos clases de pensamientos: los erróneos (logismoi) y
los correctos (logoi).
La política y el ejercicio del poder, como toda actividad
humana, forman parte y son objeto de esa lucha espiritual entre logoi y
logismoi, y ese era precisamente el dilema de nuestro joven político.
Y es que el ejercicio del poder, no solo es un dilema
constante, sino sobre todo fundamental en las relaciones humanas, dado que
supone esa capacidad de imponer la voluntad, el dominar, de disponer, de ser
dueño.
Cuando el Diablo conduce a Jesús a un “monumento muy
encumbrado” y le muestra todos los reinos del mundo, la gloria de ellos y se
los ofrece, aquella no fue una tentación menor. Lo que concedía Satanás (a
cambio de postrarse ante él) no solo se trataba del poder para hacer todo, sino
también del poder sobre todos.
Para aquel líder –sea quien sea– que piensa y está
convencido de lo que debe hacerse, de qué es lo conveniente, lo que beneficia a
todos; la sola posibilidad de hacer posible su proyecto, de suscitar que
aquello tan bueno para todos ocurra, y de controlar las conductas para ello, el
deseo de tener el poder total se convierte sin duda en una razón grande de
tentación.
Pero este logismoi al ser ciertamente una tentación tan
tremenda, simplemente conlleva a otros pensamientos erróneos. Partir de ideas
erradas, solo nos conduce a conclusiones erradas.
Maquiavelo, por ejemplo, en su tratado póstumo aconsejaba a
los príncipes que el gobernante tendría necesariamente que ser duro, actuar con
maldad, porque no todo el mundo es bueno. Así las cosas, si el súbdito
gobernado no se deja ayudar, bien por rebelde o por incapaz, pues cabrá el uso
de la fuerza como legítimo castigo y acaso único medio para lograr el objetivo.
Esto nos lleva a la otra pregunta ¿cuál es el objetivo?, es
decir, el poder político para qué.
Nos dice Spinoza:
«El fin del Estado no es dominar a los hombres ni obligarlos
mediante el temor a someterse al derecho ajeno, sino, al contrario, liberar a
cada uno del temor, a fin de que pueda vivir, en lo posible, en seguridad; es
decir, a fin de que pueda gozar del mejor modo posible de su propio natural
derecho de vivir y de actuar sin perjuicio para sí y para los demás. El fin del
Estado, digo, no es convertir en bestias o en autómatas a seres dotados de
razón, sino, por el contrario, hacer que sus mentes y sus cuerpos puedan
ejercer sus funciones con seguridad, y ellos puedan servirse de la libre razón
y no luchen los unos contra los otros con odio, ira o engaño, ni que tampoco se
dejen llevar por sentimientos inicuos. El verdadero fin del Estado es, así
pues, la libertad». (Tratado teológico político)
He allí el verdadero objetivo, la razón de ser –o, mejor
dicho, de hacer– política: que el hombre, que todos los hombres y mujeres, sean
libres ante la pretensión del poderoso (de aquel que detenta el poder) de
imponer su voluntad. Y esta libertad implica de manera directa e inseparable
otro concepto, la dignidad.
La dignidad de la persona humana, la vida digna, parte de la
premisa de que todos los seres humanos somos personas con los mismos derechos y
por tanto se valora nuestra presencia y valoramos la presencia de todos en este
mundo.
Siendo así que todos tenemos los mismos derechos y el mismo
valor, el papel del político como líder, como sujeto que conduce las riendas
del Estado y vela por el cumplimiento de los fines de este, se traduce pues en
una esencial función: servir.
La respuesta de Jesús al Diablo ante su tentación del poder
es tajante y clara: Apártate de ahí Satanás, porque está escrito: Adorarás al
Señor Dios tuyo, y a él sólo servirás.
No se trata entonces de servir como slogan, no se trata de
un servicio vacío, ausente de sustrato, ni siquiera se trata de un servir
voluntarioso, utilitario o pragmático. El antídoto que opone el Evangelio a la
tentación del poder es el servicio como adoración a Dios, y eso en el mundo de
los hombres significa atender a ese llamado a través de los hombres.
Volviendo a nuestro joven político y su diatriba, ante la
pregunta de por qué él, la respuesta la obtendrá luego de entender que se
encuentra ante un pensamiento complejo que debe llevar al campo de lo correcto
y comprender que el hacer del político, que el ejercicio del poder, para que
sea un logoi, debe estar enmarcado dentro de dos ejes fundamentales, la
libertad y el servicio.
Si no son estos los motores de su vocación, seguramente
estará sucumbiendo al logismoi de asumir la política como vanidad, como
perversión, como dominación, y de estos casos están llenos los tomos de la
historia de los fracasos de la humanidad.
Libertad, dignidad y servicio: la tarea de los gobernados
El poder como concepto y como acción, nos lleva a una
segunda reflexión, pero no enfocada en quien ejerce el poder –en el gobernante–
sino en nosotros, el resto de la población –los gobernados– y para ello parto
de la pregunta que se hacía David Hume, “¿por qué tantos se someten a tan
pocos?”.
Así como el gobernante para tener un logoi –o pensamiento
correcto– sobre la idea del poder, debe concebir este como un camino a la
libertad (y al servicio), el ciudadano debe concebir igualmente el logoi de ser
gobernado como la forma de ser libre (y servir), nunca como la idea errónea de
ser ni sentirse un sometido.
El mismo Maquiavelo, el cuestionado asesor de príncipes que,
como vimos arriba les sugería a los gobernantes actuar con maldad, sentenciaba refiriéndose
a su misma obra: “yo he enseñado a los príncipes a ser tiranos, pero también he
enseñado al pueblo a destronar a los tiranos”.
La libertad, la verdadera libertad, ocurre en ese instante,
ese momento, en el cual tomamos conciencia de nuestra cualidad de persona y nos
constituimos en sujetos virtuosos, responsables, solidarios, libres y dignos.
No se trata de derrocar tiranos porque el tirano no nos
funciona, o lo hace mal, o porque nos hartamos. Allí no estriba el problema del
asunto. El verdadero tema está en cómo realmente nos constituimos en sujetos,
es decir, aunque en efecto los seres humanos somos seres sociales por naturaleza
y necesitamos de los otros para vivir y poder ser, al mismo tiempo cada persona
requiere mantener su individualidad tanto en el ser como en el obrar y así
poder decidir qué hace, qué no hace y por qué hace o no hace lo que decide.
“Una comunidad de individuos sin entendimiento ni voluntad,
como la que se da en muchas especies animales, no constituye una sociedad.
Persiguen un bien común, pero no lo conocen ni lo quieren libremente, sino por
instinto”1.
Si el hombre o la mujer, si la persona, no es capaz de
entenderse como persona, de reconocerse como ser digno, libre, si no reflexiona
y no se asume conscientemente como sujeto (capaz de realizar la acción), pues
simplemente a la vuelta de un corto tiempo volverán los tiranos y sus tiranías.
La idea errada –el logismoi– sobre el poder, claro que se
encuentra en quien somete, pero sin duda (y, sobre todo) radica en los
sometidos.
La doble función del sujeto: ordenar y ejecutar
Por último, una tercera reflexión sobre el poder: las
órdenes. Nos resulta pertinente recordar a aquel rey solitario que El
Principito conoce en sus viajes por los asteroides. Un rey vestido de púrpura y
armiño que sentado en su trono al ver por primera vez al jovencito,
inmediatamente reconoce a un súbdito.
Saint-Exupery lo describe como un “rey que aspiraba por
encima de todo a que su autoridad fuese respetada. No toleraba la
desobediencia. Era un monarca absoluto. Pero como era muy bueno, daba órdenes
razonables”. Pero en realidad, las órdenes razonables del rey no eran órdenes ni
tampoco eran razonables. Ordenar que amanezca o que anochezca no es una orden,
ordenar que cada quién haga lo que considere, cuándo y cómo lo considere,
tampoco es una orden.
El Principito se da cuenta rápido de que aquello era un
completo disparate. Así que se despide cortésmente, se da vuelta y continúa su
viaje.
En el personaje del rey –llevado al absurdo en este cuento–
se nos presentan tres características fundamentales de las órdenes. La primera
es la necesidad de un sentido, la orden debe atender a algo concreto, necesario
y pertinente, no son caprichos vanidosos. La segunda es la cualidad de justicia
de esa orden, que genere el mayor beneficio posible para todos y que esté
pensada con reflexiva intención y entera libertad. La tercera característica es
la factibilidad de la orden, esto implica no solo que exista quien ordene, sino
que haya quien la lleve a cabo, quien ejecute la orden.
Partiendo, ¡claro está!, que hablamos de hombre y mujeres
libres, conscientes de su dignidad y convencidos de su carácter de sujetos.
¿Claro está?
(*) Artículo publicado en la Revista SIC N° 819 – Noviembre 2019
Nota:
SANTO TOMÁS DE AQUINO (2003): EL orden del ser. Antología
filosófica. Editorial Tecnos.