Solemos decir que un hombre es
grande, sin en realidad referirnos a su tamaño físico, sino a su grandeza como
ser humano, por sus aportes a la humanidad, por lo inmenso de su impronta y su
legado en la historia.
En el caso de Tomás de Aquino
la grandeza de su figura en el
pensamiento occidental es admirada por creyentes y no creyentes, a tal punto
que en 1980 el papa Juan Pablo II lo designa Doctor Humanitatis en virtud de que el sistema de Aquino había
alcanzado “cotas que la inteligencia
humana jamás podría haber pensado”.
Pero también aplicaba en Santo
Tomás la otra acepción de grandeza, en
relación a su gran tamaño corporal. Era, según la descripción de biógrafos y
hagiógrafos, un hombre robusto, grueso, de enorme peso y tamaño. Tanto así que
sus compañeros en la Universidad de París – con la típica malicia de la
muchachada – le llamaban bovem mutum (el buey mudo), por su
tamaño y por su silenciosa actitud reflexiva.
San Alberto Magno, maestro de
teología de aquel grupo, respondería en alguna ocasión quizás para poner fin a
la burla, pero sobre todo asombrado por la profundidad de los escritos del
joven estudiante: “ustedes lo llaman el
buey mudo. Pero este buey llenará un día con sus mugidos el mundo entero”. Y
así fue.
El filósofo inglés Anthony Kenny[1]
afirma que Tomás de Aquino produjo la cantidad exacta de 8.686.577 palabras,
incluyendo sólo en esta cuenta las obras atribuidas al santo con absoluta
certeza. Es esta una producción asombrosa. Pongamos atención – a manera de
ejemplo – en la Summa theologiae, que
contiene más de un millón y medio de palabras, lo cual corresponde a la mitad
de lo que sobrevive del corpus aristotélico.
Tenía razón san Alberto Magno,
mudo no era el buey.
En cuanto al término buey vale bien la pena detenernos y
darle reflexión a su significado. Más allá de la evidente connotación de un
animal corpulento y pausado, los bueyes son animales de trabajo. El papa
emérito Benedicto XVI, en un hermoso libro autobiográfico titulado Memorias[2],
asiéndose de una reflexión de San Agustín sobre el Salmo 73, termina ofreciendo
una explicación profunda y cargada de humildad del concepto de la bestia de
arado como símbolo de vida dedicada al esfuerzo y consagrada a la obra de Dios.
“ut iumemtum
factus sum apud te et ego semper tecum” (un
animal de tiro soy ante ti, para ti, y así es precisamente como permanezco
contigo).
El buey representa alegóricamente
a aquellos que entregan su vida al esfuerzo constante y al trabajo indetenible
de construir el Reino de Dios en la Tierra.
Santo Tomás de Aquino dejó en su
paso por este mundo, acaso las obras más importantes del pensamiento cristiano.
Su sistema filosófico expresa un espíritu
asimilador, conciliador, armonizador, racional, amante de la claridad, que huye
de nubosidades y de utopías, y muy práctico. Podría decirse además que revela
un espíritu que reconoce y quiere la individualidad personal y la libertad
propia. Santo Tomás fue un hombre libre. Su libertad fue auténtica, porque no
consistió en no tener ningún maestro, sino más bien en tener como maestro a
Dios, a quien remitió siempre en todas sus obras. Creía que Dios es el único
que libera y salva al hombre de las tiranías de los maestros humanos[3].
Sin embargo, aquella mente
prodigiosa, aquel titán del pensamiento, aquel prolífico autor de tan vasta y
fructífera obra, terminaría sus días sin producir ni una sola palabra más. A
finales de 1273 y luego de una fortísima experiencia mística, Tomas de Aquino
no dictó más lecciones, optó por el silencio.
“Es que, comparando con lo que vi en aquella visión, lo que he escrito
es muy poca cosa” llegó a confesar a sus cercanos.
En la Quinque Vie Santo Tomás argumenta de manera espectacular (e
irrefutable) la existencia de Dios, pero será a través del silencio como
terminará realmente de encontrarle, de verle, de entregarse confiadamente al
Creador.
En 1274, a la edad de 49 años,
Tomás de Aquino - el buey mudo - regresaba a la casa del Padre.
Juan Salvador Pérez
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