Verle es contemplar la estampa de un hombre cansado y enfermo. No cabe duda
de ello.
Dice el parte médico que la hospitalización se debe a una delicada afección
respiratoria, que siempre debe atenderse con seriedad y cautela en los ancianos,
pero sobre todo en un hombre de 88 años que tiene un solo pulmón.
Alguna vez escribió Jules Romains – con atinado y profundo humor – que la
salud es un estado provisional que no presagia nada bueno. Y ciertamente es
así, aunque se empeñen los ilusos en su obstinación por vivir sanos y hasta
siempre.
A medida que el tiempo pasa, el deterioro es inevitable. En todos. Pero
sobre todo en aquellos hombres y mujeres que asumen su destino con la clara
convicción de llevar adelante su misión con vocación hercúlea. Tal es el caso
de Francisco.
Once años atrás, el 27 de abril de 2014, Francisco celebraba en la Plaza
San Pedro la ceremonia en la cual elevaba a los altares a dos pontífices
santos: Juan XXIII y Juan Pablo II. Hoy cobra un especial sentido que Francisco
haya canonizado a sus antecesores.
La palabra pontífice, como bien sabemos, proviene del latín pontifex,
y su significado literal es “constructor de puentes”. Ha habido en la larga historia
de la Iglesia Católica muchos papas muy destacados por su habilidad al momento
de construir puentes. Pero también ha habido otros, que entendieron su misión
de pontífices no solo como fabricantes de puentes, sino haciendo ellos mismos
de puentes. Es decir, sirviendo ellos con su fragilidad y su empeño, su
dedicación y su entrega, hasta convertirse en su obra: servir de puente.
Juan XXIII, el papa bueno, llevó a cabo el proceso de aggiornamento
de la Iglesia Católica. Diagnosticado con cáncer de estómago en 1962, no quiso
dejarse operar para no desviar el rumbo del Concilio Vaticano II. Murió en 1963
a sus 81 años. Sobre sus hombros, Juan XXIII cargó una Iglesia que supo
cuestionarse, actualizarse y sobre todo entenderse con un mundo distinto.
Por su parte Juan Pablo II, acaso uno de los grandes protagonistas de la
historia del siglo XX, tras un pontificado de 26 años se vio cada vez más
disminuido en su salud, al punto de verse seriamente limitado por su enfermedad
hasta los últimos días de su vida. Tenía 84 años al momento de su muerte en
2005. Al igual que Juan XXIII en su momento, Juan Pablo II se echó en sus
espaldas una Iglesia que entraba temerosa al siglo XXI.
Tanto Juan XXIII como Juan Pablo II llevaron sobre sí el pesado trabajo de
ser puentes y tal responsabilidad les costó la vida. Así – cristianamente – lo dispusieron
ellos.
Hoy, el papa Francisco lleva también sobre sí el peso de ser puente, y eso se
le agradece enormemente pues la Iglesia que hoy transita a través del puente
llamado Francisco, avanza de manera inexorable e indetenible hacia una Iglesia
de la inclusión.
Juan Salvador Pérez