Aquel llamado que
nos hizo Francisco en la Exhortación Apostólica Gaudete et exultate, fue
verdaderamente no solo una lección para la vida de los cristianos, sino una
invitación a todos los seres humanos a vivir la vida con alegría y regocijo.
Pero, ¿a qué se
refería Francisco con esas dos palabras: alegría y regocijo?
Evidentemente no
se refería a la vida llena de risas y sonrisas de las redes sociales, ni de las
publicidades y teleseries. De eso estamos –o deberíamos estar– todos claros.
La exhortación
salió publicada en 2018, el mismo día que la Iglesia celebra la festividad de
San José, el modelo por antonomasia del varón cristiano, y eso era una
clarísima indicación de cuál era la intención del Papa: un llamado a la
santidad.
No se trata, como
bien nos lo deja en claro Francisco, de una santidad de caras tristes, largas,
sufridas, ni tampoco de seres casi angelicales que no fallan, que no se
equivocan, que no dudan. El Papa nos lo dice con todas sus letras, se trata de
los santos de la puerta de al lado, es decir, personas comunes y corrientes,
que están justo a nuestro lado, que viven su fe en el día a día haciendo de lo
ordinario algo extraordinario a través del amor, la paciencia y el servicio a
los demás. Padres que crían a sus hijos con amor, trabajadores que se esfuerzan
en su oficio, personas enfermas que aceptan su cruz con fe y religiosas
ancianas que transmiten la alegría de Dios… Lo que Francisco, inspirado en J.
Malégue definió en la exhortación la clase media de la santidad.[1]
La santidad a la
cual nos invita Francisco es entonces una opción valiente de vivir en nuestra
cotidianidad alegremente nuestro llamado, y además a reconocer la santidad en
las personas que nos rodean buscando siempre vivir el Evangelio con radicalidad
y amor.
Esta radicalidad
evangélica del amor trae consigo, por supuesto, que avancemos en un camino a
contracorriente. El camino de la santidad implica que seamos hombres y mujeres
preocupados y empeñados, día a día, en construir un mundo justo.
Pero, nos hace
Francisco una fundamental aclaratoria: la justicia debe ir siempre acompañada
de misericordia.
A las personas
hay que tratarlas no sólo según la justicia, que es ineludible, sino también y
sobre todo con caridad. No olviden nunca que quien se dirige a ustedes pidiendo
ejercer vuestro oficio eclesial debe encontrarse siempre con el rostro de
nuestra Madre, la santa Iglesia, que ama con ternura a todos sus hijos.[2]
El papa Francisco
enfatiza que la verdadera justicia no debe ser fría, sino que debe ir de la
mano de la ternura y la compasión, imitando el ejemplo de Jesús. Es así como en
la encíclica Fratelli tutti, nos plantea que la justicia y la misericordia son
virtudes inseparables necesarias para la paz y el bien común, que deben
coexistir para ser plenamente efectivas. La justicia por sí sola no es
suficiente; debe ser complementada por la misericordia y la caridad para
suavizar sus efectos y orientarla hacia la reconciliación y el perdón en lugar
de la venganza.
Incluye Francisco
un elemento más: la verdad.
La verdad es una
compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Las tres juntas son
esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide
que las otras sean alteradas. La verdad no debe, de hecho, conducir a la
venganza, sino más bien a la reconciliación y al perdón.[3]
La línea del papa
Francisco atiende, por supuesto, a toda la tradición del pensamiento social de
la Iglesia. Ya en Pacem in terris, san Juan XXIII al hablarnos de los
fundamentos de la Paz nos lo planteaba de manera precisa, agregando a la
verdad, el amor y la justica, un cuarto elemento también inseparable para poder
conseguir la paz: la libertad.
Por esto, la
convivencia civil sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y congruente con la
dignidad humana si se funda en la verdad. Es una advertencia del apóstol San
Pablo: Despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo, pues
que todos somos miembros unos de otros [25]. Esto ocurrirá, ciertamente, cuando
cada cual reconozca, en la debida forma, los derechos que le son propios y los
deberes que tiene para con los demás. Más todavía: una comunidad humana será
cual la hemos descrito cuando los ciudadanos, bajo la guía de la justicia,
respeten los derechos ajenos y cumplan sus propias obligaciones; cuando estén
movidos por el amor de tal manera, que sientan como suyas las necesidades del
prójimo y hagan a los demás partícipes de sus bienes, y procuren que en todo el
mundo haya un intercambio universal de los valores más excelentes del espíritu
humano. Ni basta esto sólo, porque la sociedad humana se va desarrollando
juntamente con la libertad, es decir, con sistemas que se ajusten a la dignidad
del ciudadano, ya que, siendo éste racional por naturaleza, resulta, por lo
mismo, responsable de sus acciones.[4]
Hoy en día, en
Venezuela, para poder hablar de convivencia civil, de justicia social y de
santidad cristiana debemos de manera inexorable, previamente, hablar de
reconciliación.
¿Y qué supone,
pues, esa reconciliación?
Nos dice
Francisco que “… el auténtico diálogo social supone la capacidad de respetar el
punto de vista del otro, aceptando la posibilidad de que encierre algunas
convicciones o intereses legítimos” (Fratelli tutti, 203), y continúa el
pontífice argentino en la misma encíclica:
En una sociedad
pluralista, el diálogo es el camino más adecuado para llegar a reconocer
aquello que debe ser siempre afirmado y respetado, y que está más allá del
consenso circunstancial. Hablamos de un diálogo que necesita ser enriquecido e
iluminado por razones, por argumentos racionales, por variedad de perspectivas,
por aportes de diversos saberes y puntos de vista, y que no excluye la
convicción de que es posible llegar a algunas verdades elementales que deben y
deberán ser siempre sostenidas. Aceptar que hay algunos valores permanentes,
aunque no siempre sea fácil reconocerlos, otorga solidez y estabilidad a una
ética social. Aun cuando los hayamos reconocido y asumido gracias al diálogo y
al consenso, vemos que esos valores básicos están más allá de todo consenso,
los reconocemos como valores trascendentes a nuestros contextos y nunca
negociables. Podrá crecer nuestra comprensión de su significado y alcance —y en
ese sentido el consenso es algo dinámico—, pero en sí mismos son apreciados
como estables por su sentido intrínseco.[5]
Necesitamos
convencernos de la necesidad de dialogar, por contracorriente que nos resulte.
Pero es esa justamente la clave de la santidad, al menos en los términos que
nos lo plantea Francisco; ser santo es ir a contracorriente.
Nos lo demuestra
el testimonio de san José Gregorio Hernández (empeñado en ser monje y
religioso, entendió que su llamado era ser un laico, médico, al servicio de la
gente, a contracorriente); también es el testimonio de santa Carmen Rendiles
(empeñada en ser una religiosa a pesar de sus naturales limitaciones físicas, a
contracorriente).
Hoy hablar de
diálogo, de reencuentro, de reconciliación, podría resultar a la luz de la
opinión pública un acto disparatado, una pérdida de tiempo, o en todo caso, una
ingenuidad. Pero una vez más nos corresponde avanzar con convicción y a
contracorriente. Allí está el camino al cual nos invita Francisco.
Un camino que de
ninguna manera será sencillo, ni fácil, ni rápido… pero que toca hacerlo con
alegría y regocijo, y con la claridad de que no significa volver a un momento
anterior a los conflictos, sino a los nuevos derroteros que nos propongamos
construir como sociedad de hermanos.
Juan Salvador Pérez
NOTAS:
[1] S.S.
FRANCISCO (2018): Exhortación apostólica Gaudete et exsultate. Sobre el llamado
a la santidad en el mundo actual. #7.
[2] S.S.
FRANCISCO (2024): Discurso a los participantes del Curso de formación promovido
por el Tribunal de la Rota Romana sobre el tema Ministerium Iustitiae et
Caritatis in Veritate.
[3] Carta
Encíclica Fratelli Tutti. S.S. Francisco. 2020. #227
[4] Carta
Encíclica Pacem in Terris. S.S. Juan XXIII. Pacem in Terris. 1963. #35
[5] Carta
encíclica Fratelli Tutti. S.S. Francisco. 2020. #211
