Comienzo este post haciendo referencia a un relato que
Borges recoge en su Historia universal de
la infamia… por supuesto de manera infinitamente mejor de lo que yo me
atreveré a escribir aquí… por ello pido disculpas de entrada.
Bill Harrigan se encontraba
sentado en la barra de aquella taberna, en el medio del desierto de Nuevo
México, junto a hombres recios, bebedores y borrachos, cuando irrumpió
Belisario Villagrán, un indio fornido, respetado y temible, que con voz gruesa
y fuerte desafió a los presentes: “Buenas noches a todos los gringos hijos de
perra que están bebiendo”. Nadie se atrevió siquiera a voltear, hasta que
retumbó el disparo en el salón. Después de su vaso cayó el indio Villagrán al
suelo, muerto en el acto de un balazo.
Catorce años tenía entonces Bill
Harrigan, quien después de aquel debut sería conocido y temido como Billy the Kid… y quien algún tiempo
después, al recibir el disparo letal del arma del sheriff Garret, contaría apenas
con veintiún años y más de veinte muertos encima “porque sí”…
Pero resulta, que este suceso
verdadero y lejano, esta aventura decimonónica de cowboys del salvaje oeste norteamericano, este capítulo de la
historia universal de la infamia, es un drama terrible en los barrios de
Caracas del siglo XXI… (¡nótese bien, no del XIX sino del XXI!)
Días atrás, tuve la oportunidad
de asistir a una charla dictada por el padre Alejandro Moreno, un salesiano
entregado a los barrios, que vive en un barrio y que además se ha dedicado a
comprenderlos; y para quien el tema de la violencia se ha convertido
últimamente en su objeto (¿obsesión?) de estudio.
La charla comenzó con “números”.
Abordar los temas álgidos desde lo cuantitativo es siempre menos brusco, más
técnico y distante, – digamos – científico. Sin embargo, con todo y PowerPoint estos
indicadores me dejaron frío: que la tasa de muertes violentas en Venezuela en
2013 haya sido 39 por cada 100 mil habitantes (versión oficial) o 79 por cada
100 mil habitantes (versión extraoficial), es un verdadero horror. Esto
representó entre 11 mil y 25 mil muertos de forma violenta el año pasado.
La tasa mundial de muertes
violentas actualmente es 8 por cada 100 mil habitantes, y según la Organización
Mundial de la Salud cuando la cifra supera las 10 x 100 mil, se habla de
“epidemia de homicidios”.
¡Vaya epidemia la nuestra!
Y aquí comienza la comparación,
que en este caso no resulta odiosa sino patética. En EEUU la tasa es 4.7, en
Argentina 5.5, en Brasil el 21.8, en Colombia 33, en México 23, en El Salvador 39.6, en
Guatemala 39.3, en Europa Occidental 2.6, en Europa Oriental 6.4, en Haití 6.9,
en Bolivia 7.7, en Somalia 1.7…
En resumidas cuentas, sea que nos
guiemos por la cifra oficial de 39, o por la extraoficial (y según los expertos
pareciera que más ajustada a la realidad) de 79 muertes por cada 100 mil
habitantes; el hecho es que somos un país con un nivel altísimo de violencia.
Pero esta devastadora realidad se
torna aún más triste y lamentable cuando de lo cuantitativo, el padre Moreno
pasa a lo cualitativo.
Resulta que al menos en los
barrios, la gran cantidad de muertes violentas es obra y producto de niños y
muchachitos cuyas edades van desde los 16 hasta los 8 años. Niños más pequeños
que mi hijo, que saben cómo manipular con precisión armas automáticas y
semi-automáticas de verdad verdad (no de PlayStation), y vaciarle un peine al
infausto que se les atraviesa en la vereda… niños y muchachitos que le meten
siete tiros en la cara al tipo ese que se
equivocó con la jeva del pana… niños y muchachitos que saben – o al menos
intuyen – que no vivirán mucho más allá de los 20 años… niños y muchachitos convertidos
literalmente en máquinas de matar, que se agrupan y se juntan y matan porque
quieren respeto, porque anhelan reconocimiento, porque esta es mi zona, en última instancia: “porque sí”.
Estas bandas de asesinos infantes
se dan prácticamente en todos los barrios. “No son muchos, son más bien pocos”
aclara el padre Moreno. “En mi barrio, que somos más o menos 8 mil personas, habrá
unos 15 de estos muchachos…”, pero el
problema es que hacen mucha bulla y mucho daño.
Un drama: La subcultura del malandro. Así lo define Moreno.
Una pesadilla: que se sepan
poderosos y se cartelicen… Así nos alerta Moreno.
A mí sólo me surgen dudas…
¿Y esto por qué nos ocurre? ¿Es
la pobreza? ¿Y dónde entonces dejamos los bajísimos índices de Haití, Bolivia o
Somalia?... ¿Es el capitalismo salvaje? ¿Y dónde entonces dejamos los bajísimos
índices de Europa o EEUU?
¿Es la falta de familia, la
ausencia de referencias paternas ó maternas? ¿Entonces por qué no son más, pues
el drama familiar en los barrios y en Venezuela es inmenso y de vieja data?
¿Cómo se frena esta locura? ¿Cómo
se evita, cómo se corrige? ¿Cómo se cierra esta puerta del Infierno?
Yo no lo sé.
Pero lo que sí se es que cuando
un niño de 8 años, ó un muchachito de 12, resuelve coger un arma y salir a matar,
ese primer muerto que encabeza su lista, no es ni el indio Villagrán, ni el
tipo que se metió con la jeva equivocada…
el primer muerto es el propio niño que lleva por dentro.
Juancho Pérez
@jonchoperez