Como ya sabemos, el 05
de julio de 1811 no se firmó ningún acta de independencia.
El Congreso General
convocado en 1810 para decidir la
mejor clase de gobierno para Venezuela mientras durara el cautiverio del Rey
Fernando VII, se había instalado el 02 de marzo de 1811. Conformado por 43
diputados, constituyó un gobierno provisional y comenzó sus sesiones para
decidir el futuro de Venezuela.
Básicamente existían dos
facciones: unos que apostaban a la independencia, y otros que preferían
mantenerse fieles a la corona española. Y por supuesto, entre los dos extremos
un grupo grande de indecisos y dudosos…
Quizás se sepa poco,
pero 9 de aquellos 43 diputados eran clérigos, hombres de la Iglesia, y por
supuesto si bien al igual que el resto de los demás podían estar en uno u otro
bando, atendían primeramente a su condición de sacerdotes católicos… de
pastores…
Entre estos 9 sacerdotes
diputados, se encontraba el padre Ramón Ignacio Méndez, representante por
Guasdualito, Provincia de Barinas.
Poco a poco, con el
pasar de los meses, los grupos se iban definiendo, sin embargo no se terminaba
de tomar una posición…
Así, en los últimos días
de junio y primeros de julio, la Sociedad Patriótica (aquel influyente grupo
que se había convertido en el principal promotor del rompimiento con España)
decidió apretar el paso, se hacía necesario concretar.
El 03 de julio los
diputados afectos a la Sociedad Patriótica comienzan seriamente a presionar y a
exigir un pronunciamiento definitivo: la independencia de Venezuela.
La jugada
funcionó. El debate se aceleró.
En la sesión del 05 de
julio comienzan las acaloradas y largas discusiones entre las posiciones
de los diputados. La postura independentista cada vez gana más adeptos, poco a poco los
diputados dudosos se van sumando a la idea, la intención de aprobar la
declaración de independencia parecía indetenible entre los diputados…
Y es justo en ese
momento tan crítico de la discusión cuando el padre Ramón Ignacio
Méndez, que había llegado tarde a la sesión, solicita el derecho de palabra y
comienza su exposición.
Méndez era un
hombre reconocido y escuchado, y por tanto su intervención tendría gran
importancia por su influencia. A fin de cuentas, era la voz de la Iglesia.
Quizás por la novedad,
el ánimo y la emoción de los diputados participantes en ese primer Congreso,
quizás porque nunca fue la intención verdadera de aquella Junta Suprema de
Caracas de 1810, quizás porque habían cambiado los tiempos y las circunstancias,
quizá simplemente porque pasó por inadvertido ó – en todo caso – como un tema
menor; pero el hecho es que en toda la discusión sobre la independencia, se
había dejado a un lado el origen e inicio de todo: el juramento de 1810.
El padre Méndez - más como pastor
que como prócer - centró su intervención en ese punto crucial, para lo cual
planteó dos preguntas y condicionó la firma del acta a las respuestas que se le
dieran:
“Sea la primera,
que seríamos refractarios del juramento con que nos hemos obligado a conservar
los derechos del señor don Fernando. Y por un acto libre y espontáneo expresado
en la solemne instalación de este cuerpo, reparo que propongo con la
denominación de religioso. Sea el segundo, que denominaré político, el que
habiéndonos de elevar al alto rango de nación independiente necesitamos más que
nunca que nuestros pasos vayan de acuerdo con los sentimientos de las demás
naciones. ¿Y cómo es posible que los Estados nos admitan a tan distinguido
rango cuando damos principio a esta grandiosa obra por desconocer en público lo
mismo que hemos protestado en cuantos papeles públicos han salido de nuestras
manos desde el 19 de abril, a saber: que reconocemos y conservamos los derechos
del señor don Fernando VII?
¿No es violar la fe
pública desentendernos ahora de estas mismas promesas y desmentir a la faz del
universo lo que tanto ya hemos repermitido?
¿Qué juicio o qué
concepto sino el más triste formarán de nosotros esas mismas naciones con
quienes vamos necesariamente a entrar en relaciones? …”
Con aquella incisiva
exigencia, el Padre Méndez obligaba al foro a pensar, buscar y dar razones
serias, argumentos robustos, para decidir nuestra independencia. Dejó claro que
no se trata de un tema menor: lo que estaba en el tapete era precisamente el
primer acto soberano de una nación, su declaración de independencia, su partida nacimiento, y este no
podía ser un acto espurio, oscuro, o con vicios de origen. Debe ser un acto
seriamente pensado, seriamente reflexionado.
Las respuestas
demandadas por Méndez serán impecablemente satisfechas por Juan Germán Roscio,
quien asiéndose de la tradición del pensamiento escolástico del jesuita
Francisco Suárez, utiliza la concepción de la ruptura del contrato social por
una de las partes, a saber, la Corona Española, pudiendo entonces la otra parte
afectada – la comunidad – crear un nuevo vínculo.
Otorgadas las razones
exigidas, el padre Méndez acuerda firmar el acta de declaración de
Independencia (en los días siguientes), pero aún más importante; de este
incidente, de este choque entre las ideas liberales y los planteamientos a contracorriente de un clérigo, se erige con total
seriedad el primer acto de nuestra historia republicana.
¡No es poca cosa!
Ahora, a 202 años de
aquello, disfrutemos del puente...
Juancho Pérez
@jonchoperez